LEOPOLDO BRAVO. El pragmático (1963 - 1966, 1982 y 1983 - 1985)

Durante cuarenta años fue el jefe indiscutido del Partido Bloquista. Siempre jugó al poder, por encima de intereses ideológicos. Pragmático y oportunista, fue tres veces gobernador de San Juan, bajo gobiernos militares o con el voto de sus conciudadanos. Leopoldo Bravo, arquetipo de una época de la política argentina.

 Leopoldo Bravo fue tres veces gobernador de San Juan y nunca pudo terminar un mandato.

La primera, en 1963, cuando Arturo Illia gobernaba el país con el peronismo proscripto y Frondizi preso, fue frustrada tres años después por el golpe militar encabezado por Juan Carlos Onganía. Había llegado con 46.690 votos, llevando como vicegobernador a don Luis Cattani, superando a la Cruzada Renovadora, que con la fórmula Avelín - Marino obtuvo 32.471.

La segunda, en 1982, fue designado por los militares, tras cumplir funciones de embajador en la Unión Soviética y en Italia.

La tercera fue en 1983 cuando triunfó con gran amplitud en los primeros comicios tras la restauración democrática. Con Ruiz Aguilar como compañero de fórmula, obtuvo 97.043 votos, casi 24 mil más que el justicialismo que propuso a César Gioja - Pablo Ramella y 45 mil más que la fórmula radical, a pesar que ésta contaba con la arrolladora presencia de Raúl Alfonsín. Esta vez permaneció en el puesto hasta 1985, cuando renunció para ponerse al frente de su partido que acababa de perder las elecciones legislativas.

Además ganó otras elecciones, llevando como compañero de fórmula al gremialista Enrique Lorenzo Fernández, pero no pudo asumir por el golpe militar contra el gobierno de Arturo Frondizi.


Cuando conocí a don Leopoldo

Mi relación con Bravo supo de altibajos.

Es difícil en general la relación de un periodista con un caudillo político.

Bravo era un hombre de cultura, de charla agradable, con mucho mundo recorrido.

Pero era un caudillo en su partido y –en algún momento- también en la provincia.

Y es muy difícil la relación entre un periodista que quiere ser independiente y un caudillo.

Para que nos entendamos.

La figura del caudillo ya existía en la sociedad colonial y descansaba fundamentalmente en la existencia de relaciones patrón-cliente y en el establecimiento de lazos de fidelidad y lealtades personales a cambio de seguridad y determinadas prebendas.

Generalmente, los intereses de la sociedad o de la provincia coinciden con los del caudillo que la modela.

En ese estado, el personalismo llega hasta reemplazar a la ley y los códigos de convivencia.

Aceptar la conducción de un caudillo –sea este militar, social o político representa aceptar determinada forma de dirimir conflictos.

Por ejemplo, como caudillo, jefe partidario y gobernador, Bravo pudo echar a dos diputadas por “inconducta partidaria”.

 

Como periodista me habría sido muy difícil aceptar una decisión de ese tipo en un gobierno democrático.

Pero quizás porque no aceptaba la imposición de determinadas reglas, debo decir que en mis diálogos a través de los años con Bravo este siempre intentó ser un hombre agradable y abierto.


Bravo y los obsecuentes

Dije que no siempre la relación fue fácil.

Ocurre que Bravo no era un hombre fácil. Sabía seducir y también mandar, a veces prepotentemente.

Una anécdota lo pinta de cuerpo entero.

Bravo era candidato a senador nacional y a través de uno de sus hombres de confianza, Darío Poggio Rinaldi me invitó a cenar a su casa. Yo era un joven periodista (23 años) recién casado.

—Mire Poggio, no me gusta mezclar la actividad periodística con la vida familiar.

—Esta invitación no tiene que ver con el periodismo ni con la política.

Bravo te invita porque quiere conocerte un poco más, porque es amigo de tu suegro, el doctor Francisco Plana y porque te respeta por tu trabajo profesional.


Planteadas así las cosas, acepté la invitación.

Pero al día siguiente me enteré que a la cena estaban invitados otros periodistas y dirigentes de su partido.

Ante eso, hablé con Poggio y le dije:

—Le pido que le explique al doctor Bravo que mi esposa y yo no podremos asistir por razones laborales pero que le agradezco mucho la invitación.

Como Poggio era conocido de mi familia le aclaré que no iba porque no era una invitación personal sino una reunión con mucha gente y con objetivos políticos.. “Pero por favor, de esto nada diga a Bravo”, recuerdo que le aclaré.


Claro, Poggio era leal al caudillo. Y diez minutos después atiendo el teléfono y escucho el vozarrón de don Leopoldo insultándome de arriba abajo.

—A ustedes los periodistas hay que tenerlos cagando porque si uno los trata con deferencia se creen importantes. ¡Qué mierda te crees si sólo sos un pendejo que recién empieza! ¡Nunca más te voy a invitar a nada!

Acepto que no soy muy diplomático cuando me atacan y que la comunicación telefónica terminó cuando pude hacerme escuchar.

—Doctor Bravo, váyase a la….


El caso es que una semana después el diario me manda al aeropuerto para hacer una nota a Bravo, que regresaba de Buenos Aires. Como nunca quise que las situaciones personales afectaran mi trabajo profesional, fui.

Íntimamente pensaba que me esperaba una mañana no muy placentera pues seguramente Bravo no habría olvidado mi puteada.

Sin embargo el político estuvo muy atento y al finalizar la nota me dijo:

—Quisiera charlar con vos un tema. ¿Podes acompañarme en mi auto?

Acepté mientras el fotógrafo regresaba en el coche del diario.

La sorpresa fue cuando Bravo moviendo parsimoniosamente la cabeza, mientras entrecerraba los ojos y transmitía esa imagen de barco entrando a puerto, me dijo con su voz impostada:

—Mirá Bataller, ya me había contado tu suegra de tu personalidad.

Pero te voy a decir algo… Así deben ser los hombres. Estoy podrido de los obsecuentes porque siempre quieren sacarte algo. Me gusta que hayas hecho valer tus posiciones…


Bravo y las Naciones Unidas

Una segunda anécdota personal tuvo su origen cuando Bravo fue designado embajador en Italia. En ese tiempo -1.981- yo era corresponsal de Clarín en Europa con sede en Roma y recibo la llamada desde Moscú.

Tras el famoso “mucho gusto” inconfundible, don Leopoldo me dice que ha sido designado embajador en Italia y que deja Moscú. Me anticipa que a la semana siguiente llegará con su familia a Venecia y que deseaba que comiéramos juntos.


Llegó Bravo y fuimos a comer a uno de los mejores restaurantes. Como me había pedido que le presentara algunos periodistas recuerdo que invité a Rolando Riviere, corresponsal de La Nación. En ese almuerzo Bravo demostró todos los conocimientos mundanos y el brillo que le había dado la diplomacia.

Pidió langostas, eligió uno de los mejores vinos italianos, fue muy ameno en la charla y hasta nos invitó para un nuevo almuerzo en la embajada.

Ese segundo almuerzo, al que Ivelise invitó también a mi esposa, fue muy grato y transcurrió entre anécdotas y recuerdos.

Luego, a la hora del café, Bravo comentó lo que parecía una confesión.

Y pidiendo las reservas del caso nos dijo:

—¿Ustedes saben que puedo ser el próximo secretario general de las Naciones Unidas?

Nos miramos con Riviere pues no poseíamos esa información.

Sabíamos, sí, que un latinoamericano podía ser el próximo secretario general. Se hablaba del peruano Javier Pérez de Cuéllar. Y nos parecía muy difícil que pudiera llegar al cargo el representante de un país gobernado por militares y con conflictos abiertos con Chile e Inglaterra.

—Tantos años en Moscú han hecho que ganara la confianza del Kremlin y si la Argentina postulara mi nombre, seguramente me apoyarían.

A su vez, soy muy amigo de Alejandro Orfila, secretario general de la OEA y hombre de total confianza de los Estados Unidos. Todo pasa por lograr la postulación de nuestro país—, argumentó don Leopoldo.

En general, los periodistas a los que nos ha tocado desempeñarnos en el plano internacional aprendemos a escuchar todo y a no opinar de nada ante los protagonistas.

Luego del almuerzo, Rolando, que era un periodista avezado, con dos décadas de moverse en la política internacional, me comentó:

—Es muy hábil este hombre. Fíjate cómo sin apoyo de ningún tipo y menos aun de su gobierno, está tratando de imponer su nombre para el máximo cargo internacional. Si no lo logra, al menos se posiciona internamente en la Argentina. El sabe que la clave pasa porque Clarín y La Nación se hagan eco de la versión.

Nosotros podíamos reflejar noticias pero no nos hacíamos ecos de versiones.

Por supuesto, nada publicamos. Y Pérez de Cuellar fue electo secretario general.

Cuando a los pocos meses Bravo dejó la embajada para asumir como gobernador de San Juan, recuerdo que Riviere me dijo:

—Debe ser duro para Bravo volver a San Juan. El ya está hecho a la vida europea y a la gran política. La gobernación es para él un castigo…

La vuelta a San Juan

En efecto, fue una decisión difícil regresar a San Juan.

Fui uno de los primeros en enterarme.

-¿Te parece? Me he pasado la vida haciendo política en San Juan o pasando frío en Moscú. Mi sueño era terminar mis días en una embajada en Roma o Paris. Ahora tengo que volver a San Juan porque la gente de mi partido ha manejado mal las cosas (gobernaba Rodriguez Castro) y acepto la gobernación o intervienen y mandan a otro… Hasta la embajada son capaces de pedirme…

-¿Cuándo se va?

-Muy pronto. Es cuestión de días. Pero te digo algo para que lo tengás en cuenta vos que sos un periodista avezado. Esta gente que hoy gobierna (los militares) se va a quedar mucho años en el poder. En los próximos meses va a pasar algo importante que va a cambiar la opinión pública…

Bravo no quiso aclarar más. Pero a los pocos meses se produjo la invasión a Malvinas. Siempre pensé que él manejaba más información de las que contaba…


Regreso con derrota y éxito

Cuando Bravo regresó a San Juan, en 1.982, el país vivía una de las mayores crisis. Asumió como gobernador el 15 de enero de ese año.

Tal como me lo dio a entender en Italia, los militares invadieron Malvinas y la gente salió a la calle a victoriarlos. Pocos días más tarde, se rendían.

Fue una gran derrota. Terminaron de perder el poco prestigio que les podía quedar y el poder.

Y Bravo se encontró sólo en San Juan, gobernando como parte de un proceso derrotado y repudiado.

Dicen que en esos días pensó en un acuerdo electoral con Alfredo Avelín.

Conversó el tema con don Francisco Montes, director de Diario de Cuyo y a este le pareció una opción interesante.

Varias fueron las reuniones que tuvieron Bravo y Avelín. El bloquista, hombre pragmático, estaba dispuesto a ceder la gobernación y toda la discusión –casi no la hubo- pasaba por los cargos electivos.

Un dirigente que participó de una de las reuniones en la casa de Bravo, en la calle Mitre, me contó esta anécdota.

-En determinado momento, Bravo llamó a su esposa y a dos de sus hijos y les dijo: “si un día yo no estuviera y enfrentaran algún problema, quiero que sepan que en este hombre es en quien deben confiar”. Dicho esto, Bravo pidió a Avelín que le dijera lo mismo a sus hijos y que siempre podrían recurrir a él.

Don Leopoldo y Don Alfredo se despidieron con un abrazo.


Al final fue sólo

Sin embargo no hubo acuerdo entre la Cruzada y el bloquismo. Pese a los esfuerzos de Bravo, Avelín no quiso quedar comprometido con un partido que había representado al proceso militar en San Juan.

Planteadas así las cosas, Bravo no tuvo otra opción que presentarse sólo.

Dicen que ante la dirigencia partidaria lanzó una frase que sonó como un grito de guerra: “Vamos a dejar los huesos en la batalla”.

Nadie daba un centavo por su éxito. Pero el caudillo estaba en su mejor momento como político

Y lo demostró.

Como un mago que recurre a su chistera, sacó milagros de una galera imaginaria.

Se postuló a gobernador, señaló a su principal contendiente –el justicialista César Gioja- como Montonero y se adueño de la figura del ascendiente Raúl Alfonsín, ante la desesperación de los radicales sanjuaninos.

No sólo ganó las elecciones. Obtuvo 26 de los 30 diputados, se quedó con las intendencias y se transformó en el gobernante de mayor poder de los tiempos modernos.

Dos años después, los nuevos aires que corrían por el país llegaron a San Juan, el bloquismo perdió las elecciones legislativas y el caudillo, rápido de reflejos, renunció a la gobernación, se quedó al frente de su partido y se hizo elegir senador. Conservaría ese cargo por los siguientes

16 años…


Los hijos de doña Enoe

Pero volvamos a la historia personal de Bravo.

Había nacido el 15 de marzo de 1.919 y fue el mayor de tres hermanos hijos de madre soltera, aunque siempre se sindicó a Federico Cantoni como su padre.

Doña Enoe Bravo, su madre, que era maestra, hija de un agricultor de Santa Lucía de muy buen pasar, asumió por sí el mantenimiento de sus tres hijos, a los que hizo estudiar carreras universitarias. Nunca se le conoció otro hombre.

Siendo ya grande —me contó don Leopoldo en una entrevista que le hiciera en 1.996— le preguntó una vez a doña Enoe quién era su padre.

Y ella le respondió:

—Su madre y su padre, soy yo.

En esa entrevista fue la primera vez que Bravo, ya en el ocaso de su carrera política, habló de su madre. La nota –como era para la televisión quedó grabada y tiene hoy valor histórico.

—Mi madre siempre fue una mujer valiente y progresista, que se animó a enfrentar las habladurías de una sociedad tradicionalista que animaba sus tertulias con el chisme y el escándalo. En casa nunca fue un tema de preocupación ni tan siquiera de conversación la filiación.

Tampoco sentimos la carencia de un padre. Ella llenaba todo. Tenía su carácter. Pero era abierta y moderna como para inculcarnos la fe católica e instarnos a leer y escuchar sobre todas las ideas. Y sobre todo, quiso que estudiáramos.

Y doña Enoe lo logró. Leopoldo –que hizo la escuela secundaria en el Colegio Nacional – se recibió de abogado en la Universidad de La Plata,y hasta llegó a tener su estudio en Buenos Aires, en las inmediaciones de Florida y Paraguay, conjuntamente con José Amadeo Conte Grand. Federico, su otro hijo varón, fue médico y Rosa, la única mujer, bioquímica.

Cuando don Fico murió, el 22 de julio de 1.956, doña Enoe no se presentó en el velorio. Ivelise Falcioni, la esposa de Leopoldo, contó que “al sepelio asistieron amigos y enemigos y políticos venidos desde diferentes puntos del país pero doña Enoe prefirió despedirlo sola, en su casa. Tenía una vieja foto en sepia del caudillo. La iluminó tenuemente con dos velitas y pasó la noche caminando por la casa o por el jardín, a pesar del frío, vestida de negro y rezando”.

Los hermanos de Leopoldo, Rosa y Federico, iniciaron un juicio de filiación tras la muerte de Cantoni, patrocinados por el doctor Alberto Lloveras. Leopoldo prefirió mantenerse al margen.

En esa oportunidad le pregunté a Bravo:

—¿Qué fue para usted don Federico? ¿Lo veía como a un padre?

—No, para mí era un jefe político.


Un hombre seguro

Bravo era un hombre seguro de sí mismo y con el aplomo necesario para enfrentar situaciones difíciles.

Ivelise Falcioni, cuenta esta anécdota que lo pinta de cuerpo entero:

“La madre de Leopoldo, doña Enoe, fue a saludarme y a conocer al nieto, acompañada por su hija Rosa y una empleada que tenían, Lala.

Por esta muchacha (Lala) me enteré de muchas cosas, para bien o para mal. Era una chica simple que a veces hablaba de más, que hacía comentarios sin darse cuenta, sin dobles intenciones, o al menos es lo que parecía.

A través de ella supe acerca de una rumana por la que mi marido había intercedido directamente ante Stalin. Bravo, que con sus modales parsimoniosos pero firmes no padecía timideces de ningún tipo, le pidió a Stalin que interviniera para poder sacar a la rumana de su país porque quería casarse con ella.

Así de simple.

El tema, a pesar de los años transcurridos y que el episodio tuvo lugar cuando Leopoldo y yo todavía no nos conocíamos, todavía me intriga. Sin embargo, lo justifico: él era joven, tendría treinta y tres, treinta y cuatro años, ¡a quién se le ocurre ir nada menos que ante Stalin con una cuestión así...!

Vaya uno a saber en qué estaría pensando Leopoldo, pero la autorización le fue concedida, según consta en una nota escrita por Leonid Maksimenkov y publicada en Pravda, el 8 de febrero de 1953, donde se detallan las circunstancias del encuentro y el diálogo entre el embajador argentino y Stalin. También estuvo presente el canciller Vishinski, Viacheslav Molotov y el secretario que transcribió el diálogo.

En su momento este encuentro despertó todo tipo de asombros y suspicacias, porque Stalin —el Generalísimo, como se dirigían a él— no concedía entrevistas a nadie, vivía prácticamente recluido, trabajaba de noche y se rumoreaba que no se mostraba en público ni se dejaba ver porque estaba gravemente enfermo.

De hecho, falleció un mes después.

Ernesto Castrillón publicó en el suplemento “Enfoques” de La Nación, un artículo “Recuerdos de la Guerra Fría. Entrevista con Stalin” que no tiene desperdicio, acerca del encuentro Bravo—Stalin. Hay una posdata en la transcripción que Andrei Vishinski hizo de dicho diálogo, referida a la solicitud del embajador para que le ayudaran a liberar del cautiverio rumano a su supuesta novia y que dice así:

“Me dirijo a Su Excelencia Generalísimo Stalin como el amigo de Argentina y Rumania solicitándole que contribuya a que Margarita Ioana Stamatiad, asistenta de la facultad filológica de la Universidad de Bucarest (Rumanía) pueda obtener el permiso para viajar a Moscú porque quiero casarme con ella.

Es una muchacha discreta de una familia pobre, tiene principios democráticos.

En el momento actual está gravemente enferma y se encuentra en un hospital.

Solicito a Su Excelencia que haga gestiones ante el gobierno de Rumanía para que a esta muchacha le sea expedido el pasaporte correspondiente. Hasta el día de hoy el Ministerio de Rumanía no ha respondido a mi solicitud sobre el permiso de viaje para la persona indicada, a pesar de que esta solicitud fue enviada hace bastante rato.

Le estaré agradecido a Su Excelencia durante toda mi vida por la ayuda en este asunto.

Leopoldo Bravo.

Esto ocurría en 1953.

Un funcionario amigo de Stalin, Poskrebishev, después de la conversación con el embajador cayó en desgracia. Su lugar lo ocupó V. Chernuja. Precisamente fue él quien comunicó al Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS el veredicto de Stalin: “que el Ministerio de Relaciones Exteriores contribuye”, o sea, que se harían todas las gestiones necesarias para complacer al embajador argentino.

Leopoldo no se casó nunca con Margarita Ioana y tal vez su solicitud no haya sido más que un favor para esta muchacha, de los tantos que se hacían en esa época. Al abrir los archivos privados de Stalin, cumplidos cincuenta años de su muerte, éstos salieron a la vista del mundo”.

(…)

Más de una vez, acicateada por las dudas que siempre tuve acerca de la rumana Stamatiad, solía preguntarle a mi marido en un tono que quería ser de broma:

—¿Y Leopoldo... te gustan las rusas y las rumanas?

A lo que él habitualmente respondía, también en broma:

—Sí, claro, yo creo que cada hombre debería tener tres mujeres, es la cantidad justa....

 

Cuando Bravo conoció a Ivelise

Leopoldo Bravo conoció a quién sería su esposa, Ivelise Falcioni, en

1.958.

Ella era hija del coronel Alfredo Osvaldo Falcioni – que en los años siguientes al terremoto fuera jefe del RIM 22— y de Amalia Riscossa.

Ivelise había estado casada con un italiano, Fulvio Justino Lino Di Fulvio, abogado y doctor en Ciencias Políticas, con quien contrajo matrimonio en 1.956, tras recibirse de abogada y con quien vivió un año y medio en Italia.

Leopoldo e Ivelise se casaron por la iglesia en San Juan, en 1.970, una vez que la Sacra Rota le notificó, el 5 de diciembre de 1.969 de la disolución eclesiástica del primer matrimonio.

Los padrinos fueron Dario Poggio Rinaldi y su esposa, Hermosilla

Varela (Gringa), Martín Riveros y su esposa Matilde.

Poco después falleció Fulvio Di Fulvio y ya ella como viuda –recordemos que en la Argentina no existía una ley de divorcio—, un 27 de mayo, el matrimonio pudo casarse por el Civil. Cuando esto ocurrió ya Bravo había sido gobernador y la pareja había tenido seis hijos: Leopoldo Alfredo, Juan Domingo, Federico Jorge, Fernando Esteban, María del Valle y Alejandro Quinto. Todos nacieron en Buenos Aires.



Leopoldo Bravo según Ivelise

La relación con su esposa fue siempre tema de conversación en el ambiente político.

Ivelise explica su punto de vista en un libro de su autoría editado en

2.005.

“Leopoldo era un padre frecuentemente ausente pero cariñoso y proveía lo necesario para mi sustento y el de sus hijos, aunque mis gustos personales me los daba mamá: me compraba todo lo que yo pedía, pero eso sí: a su gusto, no al mío.

(…)

Más de una vez me sentí dejada de lado, con mis ambiciones frustradas, mis deseos personales postergados por tiempo indefinido, y para conformarme me decía que estaba en la etapa de tener a los hijos, de hacerlos crecer sanos, que después ya vería cómo encauzaba mi afán de avanzar en la política. He tenido que luchar mucho y, como siempre digo, vivir la vida es la mejor batalla, pero sobrevivirla es la mejor victoria.

Cuando finalmente nos instalamos en San Juan, no me sentí cómoda en la casa de la calle Mitre, no la sentía completamente mi casa.
Comencé a tener un contacto más cercano con la familia de Leopoldo.

(…)

Entre tanto encuentro y desencuentro, más de una vez pensé en dejar a mi marido, aunque finalmente nunca lo hice. No quiero dejarlo a Leopoldo ni un momento, y menos hoy, tan debilitado como está. No me daría el corazón, lo veo muy aferrado a mí, muy dependiente.

Lo que siento es amor, no es lástima, y lo que sé con absoluta certeza es que no quiero hacerlo sufrir. Estamos juntos desde 1958. A veces bien, a veces mal.

Una vez, sin embargo, y después de pensarlo mucho, le dije que me quería ir, hacer mi vida. Estos sentimientos siempre eran contradictorios porque yo tenía conflictos con el hombre, con el esposo, con el padre de mis hijos, pero no con mi gobernador, el líder político a quien yo había elegido, había votado para conducir los destinos de la provincia. ¿Cómo iba a dejarlo solo?, ¿cómo no iba a quedarme a su lado y apoyarlo?

Yo le daba mi voto no porque fuera mi esposo, sino porque siempre estuve convencida de que sus planes de gobierno eran claramente superiores a cualquier otro.

Esa vez faltó poco para que Leopoldo me amenazara sin piedad; quién sabe si fue por cariño verdadero, tal vez por amor propio... El estaba muy orgulloso de la familia que yo le había dado, de sus hijos, y además... bueno, lleva la sangre de Cantoni, que nunca fue de carácter manso.

Yo siempre le decía: “debemos avanzar juntos o no avanzaremos jamás; el bloquismo debe ser siempre la gran empresa familiar, reflejo de lo que sos vos en espíritu y persona”. Y como ya dije, él era, es y será mi gobernador, el líder a quien siempre voté. Todo lo demás fue música de fondo: su empresa era la mía.

(…)

Leopoldo estuvo verdaderamente enamorado de mí y de la política, del trabajo, cualesquiera que éste fuese; yo fui su compañera, la madre de sus hijos. Si me cruzaba con algún hombre particularmente apuesto lo miraba, sí, como se mira cualquier cosa bella, pensaba, “qué buen mozo” y ahí terminaba la cuestión, porque debo reconocer que fui pispireta y coqueta.


En Moscú, Leopoldo no se sentía nada feliz con la deferencia que tenía el coronel Shatalov, jefe de los astronautas rusos, para conmigo, cada vez que coincidíamos en eventos oficiales a los que muchas veces también asistía la primera astronauta rusa, Tatiana Tereshkova.

Shatalov era indudablemente apuesto y toda una personalidad tanto dentro como fuera de su país; posiblemente se sintiera atraído por mí, aunque nunca tuvo actitud alguna incorrecta, fuera de lugar.

Cada vez que Leopoldo veía que el ruso se me acercaba, con cualquier pretexto se unía a la conversación. Por las dudas. Para marcar territorio.



Un empresario sin éxito

Quién sería durante cuatro décadas el caudillo indiscutido del bloquismo y uno de los hombres más poderosos de San Juan, incursionó en la vida empresaria sin mucho éxito.

Tuvo una bodega en los años 70 como también otras propiedades. Entre las marcas que utilizaba en la bodega había un tinto Don Leopoldo y un blanco Ivelise.

Siempre se dijo que el hombre que lo ayudó en la adquisición de la bodega y lo asesoró fue don Quinto Pulenta, por aquellos años el empresario bodeguero más importante del país.

Don Quinto no sólo fue el padrino del menor de los hijos de Bravo sino que en su honor este lleva el nombre Alejandro Quinto.

Cuando don Leopoldo era embajador en la URSS, la gente encargada de la bodega tuvo problemas ante actuaciones del INV. El enólogo incluso fue detenido. Ante ello Bravo ordenó la inmediata venta del establecimiento y encomendó a Ivelise que se encargara del tema.

La señora vino a San Juan, se reunió con los Pulenta y otros asesores y finalmente vendió la propiedad a Dumancich, conocido empresario de la construcción.



En la embajada con Cantoni

Pero no fue ni la profesión de abogado ni la actividad empresaria la que marcaron la vida de Bravo. Sus afanes estuvieron dedicados desde joven a la política.

Empezó a militar en el bloquismo a los 16 años. Pronto, sus estudios universitarios lo alejaron de la provincia, aunque venía contínuamente.

Antes de cumplir los 30 años ya era embajador.

Había llegado a Moscú en febrero de 1.947 como consejero, acompañando a Federico Cantoni, designado embajador por Perón.

Tras la renuncia del caudillo Leopoldo ocupó el máximo cargo diplomático hasta que derrocado Perón en 1.955, regresó a Buenos Aires para abrir su estudio de abogado junto a dos amigos y al regresar a San Juan, a fines de los años 50, asumió la conducción del Partido Bloquista.


Diferencias con Cantoni

Sin duda que en los primeros tiempos Bravo aprovechó las versiones que circulaban sobre su relación filial con Cantoni.

Pero, de lo que no hay dudas es que Bravo fue Bravo, no el hijo de

Cantoni.

Dice Zelmar Barbosa autor de un libro sobre el bloquismo:

“... Cantoni era intuitivo, impetuoso, improvisador, locuaz y turbulento; se convertía, aún sin quererlo, en el centro de toda reunión. Sus actitudes frontales lo llevaban a contestar sin titubeos los agravios y a responder “a boca suelta” sin medir las consecuencias de sus actos. ‘Nos odian porque nos temen’ (ese era su lema). Era un hombre de acción, y si bien tenía respeto por las ideas, desconfiaba de aquellas que no fueran operativas: le fastidiaba la pura especulación, tanto como el fatuo academicismo.

Bravo era el reverso de la medalla. Detestaba la improvisación. Era medido, cerebral -tal vez demasiado reflexivo- y de muy pocas palabras. Amaba la disciplina y el orden y se sometía fácilmente a sus reglas: su rápida adaptación al mundo soviético así lo había demostrado. No temía los enfrentamientos, pero siempre prefería la aproximación indirecta: era un estratega menos brillante...

Lejos de las actitudes de Don Fico, era medido, pulcro en su presentación, y siempre prefería no decir todo lo que pensaba: era, por eso, dueño de su silencio.

Y para quienes querían escrutar sus pensamientos, enigmático. Mientras el primero era frontal y definitivo, prefiriendo incluso perder antes que arriar sus banderas... Bravo usaba siempre una estrategia de aproximación indirecta: cedía en todo lo que consideraba accesorio, con tal de obtener, a la postre, su objetivo.



Decisiones inapelables

Bravo no fue un gobernador común.

En primer lugar porque era, además, jefe de su partido. Y en segundo término porque fue realmente un caudillo político cuyas decisiones eran inapelables.

No obstante, se lo recuerda como un hombre que sabía escuchar y gustaba estar perfectamente informado de todo.
 A propósito de esto se cuenta una anécdota.

La primera reunión de la mañana don Leopoldo la tenía con el secretario general de la Gobernación -Luis María Uliarte-, el secretario privado y los directores de Ceremonial y de Prensa. En ella se informaba de todo y organizaba su agenda. En el tiempo de la anécdota que relatamos estaba a cargo de Prensa un conocido periodista y dicen que esa mañana Bravo preguntó:

-¿Y...? ¿Qué tenemos hoy de nuevo?

-No sé... dígame usted qué tenemos de nuevo don Leopoldo... - fue la irreverente respuesta.

-Está bien, yo voy a averiguar qué hay de nuevo pero vos andá redactándome tu renuncia.

Cinco minutos más tarde, el profesional había dejado de pertenecer al equipo del gobernador.

Siempre jugó al poder

Leopoldo siempre rechazó las discusiones sobre temas ideológicos.

Detestaba la improvisación tanto como el trabajo sin objetivos muy definidos.

No daba puntada sin hilo.

Para él la política era acción, negociación, acuerdo. En síntesis, para Bravo la política no era un fin. El jugaba al poder. Y en ese sentido era lo suficientemente pragmático para adaptarse a la voluble vida política vernácula donde desde una pequeña provincia tenía que lidiar con gobiernos radicales, peronistas o militares.

—Con la Nación todo es posible menos someterse o llegar a la ruptura.

A San Juan siempre le fue mal cuando enfrentó a la Nación—, solía decir.

Y mal no le fue. Entre otras cosas, logró un excelente índice de coparticipación para la provincia y una ley de promoción industrial.



Ese mismo pragmatismo es el que aplicó Bravo en su relación con la Iglesia Católica.

Por un lado, al igual que sus hermanos, había sido educado por doña Enoe en la doctrina católica.

Por el otro, eran famosos los desplantes de Federico y Aldo Cantoni contra la iglesia.

Bravo, durante sus gobiernos, apoyó económicamente a la Iglesia para la construcción de templos. Pero al mismo tiempo tuvo encontronazos con el obispo Italo Di Stéfano y hasta llegó a desafiar al Papa cuando el conflicto bélico por las Malvinas.

Tampoco le importó vivir en pareja con una divorciada ni reconocer a sus hijos sin haber pasado por el Registro Civil.


Vida en familia

En sus últimas gobernaciones, Bravo vivió en la Casa de Gobierno. La familia ocupaba dos casas. En una vivía don Leopoldo con su esposa y en la otra los hijos del matrimonio.

Ivelise, a diferencia con las esposas de otros gobernadores, tuvo mucha actuación pública. Los viejos empleados de la Gobernación recuerdan que para Navidad la familia Bravo ofrecía un agasajo a todo el personal en los jardines de la residencia y para Reyes se invitaba a todos los hijos de funcionarios y empleados y se festejaba con una torta.

Bravo fue durante sus gobiernos muy ordenado con sus tiempos. Su jornada comenzaba exactamente a las 8,30 y se prolongaba hasta las 13 cuando alguno de sus hijos lo buscaba para el almuerzo.

Regresaba a sus tareas a las 17 y continuaba en su despacho hasta las 21,30, hora en que se retiraba para cumplir con algún compromiso protocolar o político. En las horas que estaba en su oficina, la actividad de

Bravo era muy intensa, con reuniones programadas y cumplidas estrictamente en el horario. Además, el sábado era para Bravo un día laborable en el que también atendía gente.

Quizás como un resabio de sus tiempos en la vida diplomática, era muy ordenado con los expedientes. Personalmente, los ordenaba sobre una pequeña mesita y prohibía a sus colaboradores que los movieran.

“Quiero encontrar las cosas cuando las busco”, decía. En general tu teaba a todos sus colaboradores, mientras éstos le daban un trato muy respetuoso. Su hombre de mayor confianza en los últimos gobiernos fue “Lucho” Uliarte, su secretario General de la Gobernación.


Habas con huevos fritos y jamón

A Bravo siempre se lo admiró por su buen comer. “Nada le hacía mal y cuando salía en campaña podía comer en una mesa con mantel, compartir el vino en un jarro de lata o probar diez comidas diferentes que le ofrecían”, recuerdan. Sin embargo, tenía una debilidad: las habas con huevos fritos y jamón casero, una típica comida de las antiguas fincas sanjuaninas, que constituían una tentación que le hacía aceptar las frecuentes invitaciones de los viñateros amigos.

Su bebida preferida era el vino, aunque no rechazaba el pisco y el champagne.

En cambio no era afecto a las bebidas blancas.

Como buen caudillo siempre estaba rodeado de gente que quería hablar con él. Aunque fuera por un día a Buenos Aires, la mayor parte de sus colaboradores iba a despedirlo al aeropuerto y lo iba a recibir cuando volvía. Lo mismo ocurría en los actos públicos, a los que asistía acompañado por todo el gabinete.

-Era una persona que, igual que podía ser muy drástico ante una falta de respeto o de lealtad, te hacía siempre sentir bien. Escuchaba a sus colaboradores, se preocupaba por sus problemas y cuando íbamos a algún acto o gira no comenzaba a comer hasta estar seguro que se había servido al personal que lo acompañaba, choferes, custodia, personal de prensa o ceremonial-, me contó hace algunos años Oscar Gutiérrez, quien fue -al igual que en gobiernos posteriores- director de Ceremonial.



Bravo político

Veamos ahora quién fue Bravo políticamente.

Un perfil de él lo dibujó Jorge Avila, un politicólogo y economista sanjuanino radicado en Buenos Aires. Dice:

Medio siglo de actividad política ininterrumpida. Como representante diplomático del presidente Perón, como gobernador democrático, como candidato a vice-presidente por el partido militar, como senador elegido en las urnas, como embajador de un gobierno de facto, como gobernador-interventor puesto por el mismo gobierno militar, y una vez más como senador de la Nación. Aprovechó todas las oportunidades a su alcance. La esposa y el hijo mayor, Leopoldo, fueron diputados nacionales. Y como remate de una vida eficaz, el mismo día de su muerte el presidente Kirchner designó a Leopoldito embajador en Rusia.

La vida de Bravo es una pintura fiel de la época que le tocó vivir. Fue una figura distinguida del establishment político. Fue un insider, un hábil operador del sistema que todavía rige en nuestro país. Cultivó el poder para sí, para su familia y para San Juan.

Fue un defensor de esa particular visión del federalismo que consiste en hacer lobby tres días a la semana en Buenos Aires, conseguir el desvío de fondos a la provincia y con ellos construir grandes obras públicas. tales como la avenida de circunvalación, el camino del Agua Negra a Chile, el autódromo, el estadio cubierto y el auditorium, de los cuales los sanjuaninos estamos orgullosos.

Hasta donde yo sé, jamás se le pasó por la cabeza que el federalismo pudiera ser algo sustantivamente distinto. Jamás se pronunció a favor de que las provincias recaudaran por ellas mismas el total o gran parte de sus gastos, para que el gobernador, en vez de lobista y mendigo en Buenos Aires, se constituyera en un poder autónomo auténtico.

No fue un repúblico, pese a su destreza en la competencia política abierta y en el juego de influencias encubierto entre los poderes del Estado. (…) Aunque no le faltaron cargos ni tribunas de primera línea para expresarse y hacer valer una opinión sobre cualquiera de esas causas fundamentales para un hombre de estado.

En su nota necrológica, La Nación destacó que Bravo fue un obrero de la política, de mano dura, personalista, intuitivo y muy inteligente. Para muchos era casi un calco de Cantoni, aunque Bravo no era de armas tomar. En su funeral, José Luis Gioja, el actual gobernador de la provincia, dijo que este día triste debe transformarse en un día de regocijo porque despedimos a un hito de los más altos de nuestra historia.

Nadie ha mentido. Ni su currículum, ni La Nación ni el gobernador Gioja.


Todos han dicho la verdad. Es peligroso juzgar a un hombre pocos días después de muerto. Es injusto descalificarlo por haber jugado mejor que nadie un juego cuyas reglas él no estableció. Leopoldo Bravo fue el arquetipo de una época de la política argentina. Pragmático, oportunista, sin sueños de grandeza nacional. Nació y vivió muy cerca de la casa natal de Domingo F. Sarmiento pero fue muy distinto. Tan distinto como el siglo XX del XIX.

La pintura de Avila es quizás demasiado dura hacía la figura del líder bloquista.

No es poco lo que logró como dirigente.

No todo pasa por la ideología o los principios personales.

Gobernar es mucho más que eso.

Y Bravo, desde un partido provincial se las ingenió para tener presencia en la política nacional como muy pocos sanjuaninos la tuvieron en el siglo XX.

Fue así como con un solo senador fue importantísimo en la reforma constitucional que posibilitó la reelección de Menem. Y fue su peso personal el que posibilitó que San Juan tenga hoy una coparticipación federal mucho mayor a lo que representa económica y poblacionalmente en el concierto de las provincias.

También hay que decir que formando parte de un gobierno militar que terminó acusado de gravísimos hechos en materia de derechos humanos, su acción al frente de su partido y de la provincia, no ha merecido reparos en ese campo.



Los últimos años

Los últimos años del viejo caudillo fueron tristes.

Bravo abandonó sus funciones en el senado en 2001. En sus últimos años, padeció de Alzheimer, y evitó aparecer públicamente.

Contaba Ivelise:

Leopoldo hoy, pasados sus ochenta años, quiere ser enterrado no junto a mí sino conmigo. Quiere mandar a construir un cajón doble, donde entremos los dos, uno al lado del otro, o uno de dos pisos, lo mismo da. “Igual, aunque ahora esté enfermo, vos te vas a ir antes que yo...” me dice a veces en un susurro, con una seguridad un poco espeluznante.

De vez en cuando hablamos, aunque no de amor. Nos tomamos las manos, jugamos a las palmaditas, como las criaturas.


Yo lo cuido, él se deja atender y no me quita los ojos de encima, unos ojos acuosos que de a ratos parecen perdidos en algún otro tiempo, aunque me inclino a pensar que mi compañero de toda la vida no está tan mentalmente ausente de este mundo como se podría suponer; me pide que me siente junto a su cama hasta que se duerma y, al despertar, me vuelve a llamar. En su momento de lucidez me pregunta: “¿cómo está el bloquismo? ¿se ganará?”.

Se queda mirando a los lejos por la ventana y dice: “¡qué difícil es la política...!”.

Se da vuelta, o lo intenta sin mi ayuda y vuelve a dormirse.

Y así pasan los días de nuestras vidas. Yo escribiendo y él mirando o durmiendo.

Como enfermo es obediente y tranquilo, como fue su naturaleza. Pocas veces se pone molesto e inquieto.

Leopoldo Bravo falleció el 4 de agosto de 2.006, en San Juan, de una hemorragia intestinal y un ataque cardíaco.

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Una foto infaltable en Rusia. Leopoldo Bravo no pudo sustraerse al deseo de posar vestido de Cosaco durante los años que actuó como embajador por primera vez en Rusia.