El Puestero

 Frente a un cruce de caminos, en la falda de un cerro erizado de cactos, hay un viejo caserón de adobes y cuatro árboles gigantescos.

En ese lugar solitario vive un hombre que posee miles y miles de ovejas: de horizonte a horizonte, se extienden sus dominios.

Antes, ese hombre tenía compañera: una mujer tímida que miraba siempre al suelo. Murió joven, un largo cortejo de peones la acompañó hasta un pequeño cementerio que llaman de las lomas azules. Volvió silencioso el cortejo cuando ya el sol caía sobre las montañas.

Desde entonces no ha entrado otra mujer en la casa, sólo algunos peones o inquilinos se acercan para entregar el dinero de los arriendos. La puerta ciérrase rechinante detrásde los que llegan y la quietud vuelve otra vez a los aposentos.
-¡Qué solo está ese hombre! –comentan.

Pocos se atreven a frecuentarlo. Las manos del puestero se cierran y su mirada parece esconderse para que no descubran sus pensamientos. Y, vuelve a quedar solo, frente al cruce de las sendas y de los cuatro árboles.

Quiere estar aislado; pero no puede, a su retiro llegan las pasiones. Las puertas del hombre se abren, y entran.

La leyenda despierta a uno de los caminos que hay frente a la casa y se ve avanzar a una mujer. Es alta y frágil; entre sus manos apoyadas en el pecho, tiembla una flor de cacto. Al llegar a la puerta del puestero, vacila, se detiene y luego entra.

El hombre encuéntrase de espalda a una ventana, escucha los pasos y, sin darse vuelta, pregunta:

-¿Quién es?

-Quiero vivir en este sitio –clama tímidamente la recién llegada y agrega: -Me llaman amor...

-No voy a recibirla –le contesta.

En la cara del hombre insinúase una sonrisa, que inútilmente quiere expresar bondad. La sonrisa desaparece y se abre un gesto de desconfianza: clavado, fijo, como una cicatriz.

La pesada puerta de la casa deja salir a la mujer, luego torna a cerrarse con un largo rechinar, que se junta afuera con el silbo del viento.

Por uno de los cuatro caminos, la mujer se aleja. Detrás de ella cae deshojada la flor del cacto.

En la falda del cerro vuelve a destacarse, vigilada por los cuatro árboles, la morada del hombre.

Vende ovejas, o despacha extensos arreos con cueros y lana; sus colonos se acercan a su puerta, y después, como si huyeran del lugar, se alejan.

Desea estar solo; pero no puede, por los cuatro rumbos que hay frente a su casa, se escuchan pasos resonantes, como si los caminos estuvieran vivos.

Cierta noche traspone el umbral otra mujer. La mujer recorre los aposentos. Los pasos, ora se escuchan suaves o adquieren vivas resonancias: las cortinas se agitan, las ventanas se iluminan.

-¿Quién es? –inquiere el hombre.

-Quiero quedarme, yo le traeré alegría.

El puestero enciérrase en su cuarto. Al rato, sale.

-Deseo estar solo –dice.

En su cara se proyecta una nube que borra todo gesto de amor y sonrisa; la nube queda allí y se extiende por toda la casa.

Sale la viajera. Cruza bajo los árboles y se va por otro de los cuatro caminos. Una estela de alas de trinos van al lado de ella, las acequias gritan murmurando rumbos, el viento lleno de polen se posa en las ramas: los surcos cantan siembras en la voz de los campos.

La vida del puestero queda envuelta en sus propios pasos que se confunden con el golpe de las monedas que caen en su arca; un latido, el pulso que anima su andar.


II

Sobre los cuatro árboles va cayendo el otoño. Las hojas vuelven a la tierra. Se destaca la puerta de la casa: grande, alta como una sombra vigilando al campo.

El viento trae un rebaño de silbos; sube al cerro y desaparece tras de él, dejando rumores de hojarasca que se mueven como si estuvieran vivas.

Llaman nuevamente. Los cuatro caminos nunca están solos, laten en ellos los pasos como un corazón. Las leyendas vuelven...

-Vengo a refugiarme a su lado... –clama otra mujer. Luego murmura entre dientes:

-Dicen que soy avara, me llaman la envidia...

-El hombre vuelve a su cuarto y luego, sale; observa a la visitante y dice:

-¡Quédese!...

Se abre de golpe un ventanal. Entra una ráfaga; el viento recorre las piezas levantando rumores que se alejan quejumbrosamente, semejando al lamento de un perro acezante de sombras.

El puestero cierra la ventana y desaparece de la casa el aullido. Por entre las hendijas, se filtran cuchicheos que alargan sus voces en los aposentos.

Es de noche. Afuera se ve una acequia sin estrellas: en lenta marcha, aléjanse las hojas de los cuatro árboles.

Llega el invierno: ventiscas y nieve se arrastran y gimen frente a la casa del rico hacendado.

El arca está siempre abierta. Caen en ella las monedas; constantemente se escuchan sus golpes como un badajo; un péndulo despierto.



III

Respira el Zonda alientos del verano que retorna. En las sendas nacen las polvaredas, el frío se detiene.

El caserón del puestero se proyecta: alto, solo. Es un amanecer. A los cuatro árboles llegan las hojas y los pájaros. Bisbiseo de alas cruzan tejiendo estelas vivas en los horizontes.

Llaman otra vez a la puerta. El hombre abre una hendija y observa cautelosamente.

-¿Quién es? –pregunta

-Vengo a acompañarlo –contesta una voz de mujer.

-No –grita el puestero.

Cierra la puerta con un fuerte golpe, y la flecha de un eco se clava en la distancia. Sobre su pesado andar, torna el hombre hacia el interior de las piezas.

La visitante se va retirando. El viento se une con los pasos de la viajera.

Al alejarse más y más la mujer, el hacendado siente helársele las piernas; el frío avanza, le sube al pecho: el corazón se detiene y vuelve a golpear agitado como un pájaro acezante.

El puestero intenta correr; las piernas rígidas como pegadas al piso, se lo impiden. Se tambalea, afírmase en los muros y luego cae pesadamente al suelo.

Deja de escuchar la voz del arca: el golpe de las monedas se detienen como un péndulo roto.

Cuenta la leyenda que la mujer que llegó en aquella jornada se llama vida; al alejarse, el cerro se derrumbó sepultando la casa del puestero. Los árboles secáronse, y la acequia quedó vacía, sola, como una cicatriz.

Aseguran que, todavía pueden verse aquéllos en cruz señalando cuatro rumbos y, a los árboles secos como manos en oración que se alejan en busca de la noche.

Los viajeros no se acercan, allí no crecen yuyos ni arbustos. Pasan sin detenerse y se hospedan lejos, a la vera de una vertiente, rodeada de chilcas y algarrobos.

Escrito por Juan de la Torre



Extraído del libro “Leyendas y supersticiones sanjuaninas”, de Marcos de Estrada Editorial Tucuma, Argentina, 1985.
Ilustración de Miguel Camporro.

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