Salvador María del Carril. Un gobernante de 24 años. (1823 – 1825)

Pocos años vivió Del Carril en San Juan. Pero fueron suficientes para ser el gobernador más joven de la historia, redactar la Carta de Mayo y ser depuesto por una “revolución” muy particular. Luego su vida siguió con gran protagonismo y no pocas críticas.




Salvador María del Carril es todo un caso en la historia argentina.

Si uno pretende meterse en su vida, no puede abrevar en pocas fuentes.

Fue, junto con Sarmiento, el sanjuanino que más intensa vida pública tuvo.

Y fueron tantas las pasiones que despertó su accionar que es imposible encontrar coincidencias entre los historiadores.

Pero comencemos por los orígenes del personaje.

 

Salvador María José Del Carril nació el 10 de agosto de 1798, en una casona patriarcal, ubicada en la calle del Cabildo (hoy General Acha). Bautizado en la Iglesia Matriz como Salvador María José, era el cuarto hijo de una familia muy acaudalada.

Era un Carril emparentado por rama materna con los Larrosa v los Godoy de antigua raigambre lugareña, lo que casi le permitía tutearse con los Jofre y los Cano de Carvajal troncos de la hidalguía cuyana, según comenta un historiador.

Los estudios elementales los realizó en los que se llamaba Escuela del Rey, destinada a formar únicamente a los niños de las mejores familias. Posteriormente fue enviado a Córdoba donde en la universidad Mayor de San Carlos (base de lo que sería la futura Universidad Nacional de Córdoba) se graduó como Bachiller en Derecho Civil y Canónico.

Con el fin de poder optar por el título de abogado, se trasladó a Buenos Aires, ingresando en la Academia Teórico - Práctica de Jurisprudencia, donde realizó una práctica de tres años mientras desempeñaba un cargo administrativo en el ministerio de Hacienda.

 

El regreso a San Juan

 

Su regreso a la aldea natal fue todo un acontecimiento. Ahora San Juan era ya  una provincia que precisaba gobernadores, ministros, jueces, diputados.  Pero sobre todo precisaba un programa de acción, ya que los magistrados del nuevo Estado no iban a seguir con el recuento de los propios y arbitrios comunales o el otorgamiento de permisiones o licencias como en los tiempos coloniales.

 

El 19 de enero de 1822 se produce un movimiento revolucionario y asume el gobierno el general José María Pérez de Urdininea.

Como el general no era sanjuanino, inmediatamente comenzaron a conspirar contra él.

Inteligente el hombre, designó en su gobierno a las máximas personalidades de ese momento. Primero nombró ministro secretario a Francisco Narciso Laprida, que acababa de presidir el Congreso de Tucumán y luego a Salvador María del Carril, un brillante abogado de 23 años.

Con estas designaciones, Urdininea apaciguó los ánimos y sentó las bases para lo que luego fue el Tratado de Huanacache que firmaron las provincias cuyanas.

Pero resulta que el general fue convocado para ponerse al mando de la expedición al Alto Perú. Tiene que renunciar al cargo y la Junta de Representantes expide un decreto para que se hagan elecciones populares.

 

Quienes podían votar

 

Es interesante conocer aquel decreto que tenía cinco artículos.

> Por el primero se decía que “en la elección de gobernador, todo hombre libre, natural o avecindado en la provincia, mayor de 21 años, o de menos si es emancipado, tiene derecho a votar”.

> No podían votar, en cambio, “los acusados de crimen con proceso justificativo, siempre que por él vayan a sufrir pena corporal aflictiva o infamante, los que no tengan propiedad conocida u oficio lucrativo y útil al país del cuál subsistir; los domésticos y los asalariados que, por carecer de propiedad se hallan de servicio a sueldo de otras personas”

> El punto tercero aclaraba que “de los individuos militares que componen la guarnición sólo votará el que haga de comandante y de los conventos regulares, sólo los prelados”.

> El artículo cuarto expresaba textualmente: “”Al que se le probase cohecho o soborno en la elección, antes o después del acto, incurrirá en la multa del céntuplo del soborno o, en su defecto, una pena equivalente. Y tanto el sobornante como el sobornado, serán privados perpetuamente de voto activo y pasivo. Los calumniadores sufrirán la misma pena”.

> Finalmente, el artículo quinto disponía que “habrá una mesa central de elección en la Casa de Justicia o Municipal, compuesta por los alcaldes de primer y segundo voto, el procurador de la ciudad y dos comisionados que la junta nombrará en su seno.

Así se realizaron las primeras elecciones populares (aunque selectivas) en San Juan.

¿Cómo fueron los comicios? Impecables. Se dieron todas las garantías, no hubo presión ni fraude alguno.

Y resultó electo gobernador un joven de 24 años que luego daría mucho que hablar: Salvador María del Carril.

Por aquellos años, San Juan tenía 26 mil habitantes, Mendoza 30 mil, Córdoba 80 mil, Buenos Aires 151 mil y Santa Fe 10 mil.

 

Comienzan los problemas para el joven gobernador

 

Del Carril modificó las estructuras del Estado, las leyes orgánicas de la administración pública, la cultura y la educación. Trajo la imprenta, obligó a que se publicaran los actos oficiales, defendió la libertad de pensamiento, organizó la justicia -creó el departamento de Justicia, base de este poder del Estado-, se preocupó por las cuestiones urbanas, fomentó la forestación -que casi no existía en aquellos años-, creó el Reglamento de Policía de Agua (anticipo de la Ley de Aguas), fomentó el desarrollo agrícola y se preocupó por las explotaciones mineras.

 

El primer periódico

 

El primer periódico con que contó San Juan fue “El defensor de la Carta de Mayo”, una publicación de combate que tenía como objetivo contestar las objeciones que se hacían al proyecto.

Apareció por primera vez el 29 de junio de 1825, al día siguiente de asumir Salvador María del Carril como gobernador. Precisamente, Del Carril y Rudecindo Rojo fueron sus principales plumas.

El segundo y último número se editó el 14 de julio.

Es oportuno destacar que gracias a Del Carril San Juan fue una de las primeras provincias que tuvo imprenta. Sólo poseían una prensa Buenos Aires, Tucumán, Mendoza, Córdoba y Entre Ríos.

La reglamentación sobre el uso de la imprenta disponía que cualquier particular podía utilizarla, pagando 20 pesos por la composición del pliego o entregando el papel y dejando el producido a beneficio de la misma. Con este sistema pudo editar El Zonda Domingo Faustino Sarmiento años después.

 

Pero no todo era color de rosa

 

El 6 de junio de 1823, comienzan los problemas cuando por decreto, el gobierno declaró la reforma eclesiástica, aboliendo el derecho que se cobraba sobre los óleos,  secularización de regulares, desvinculación de bienes de manos muertas y releva a los fieles de llevar capilla y velas, todo de acuerdo con la Asamblea del año XIII.

 

Pero sería recién en 1825 cuando la crisis estalla.

La reforma eclesiástica emprendida a pocos meses de asumir su gobierno se enlaza con la obra más admirable de Del Carril en San Juan: la Carta de Mayo.

Los historiadores coinciden en que no se trató de una constitución sino en una declaración de derechos del hombre, estrechamente inspirada en el ideario liberal estadounidense, que suscitó de inmediato una fuerte oposición entre muchos de sus conciudadanos.

Uno de los puntos más controvertidos de la Carta era la introducción, pionera en el país, de la libertad de cultos, medida en realidad simbólica, pues sólo habían dos personas de religión no católica en todo San Juan, el médico y boticario norteamericano Amán Rawson, padre de Guillermo y Franklin Rawson y Alejandro Taylor.

Junto con ella, expresaba varios de los principios que se harían infaltables en constituciones posteriores —como la igualdad legal o la prohibición de la esclavitud— aunque era mesurada en su aplicación; por ejemplo, no cambiaba el estatus jurídico de los esclavos ya existentes, limitaba el ejercicio de la libertad de expresión a no atentar contra la autoridad gubernamental, y aunque señalaba al pueblo como sede de la voluntad general, limitaba la representación política a los vecinos en una forma de voto calificado. Varios de los principios de derecho que introducía ya habían sido señalados de manera vinculante por la Asamblea del Año XIII.

Durante esta época editó el primer diario de San Juan llamado El Defensor de la Carta de Mayo

 

 

El proyecto tuvo entrada legislativa el 6 de junio de 1825, por iniciativa del Poder Ejecutivo.

El día 11 se aprobó en general sin observaciones. Y lo mismo pasó con los primeros artículos, hasta que el día 23 de junio, todo cambio sustancialmente.

El presidente del cuerpo informó que había recibido del Poder Ejecutivo tres paquetes que contenían peticiones del pueblo.

Básicamente, había más de 1400 personas que pedían la sanción de la Carta de Mayo y 683 personas que solicitaban la no sanción de los artículos 16 y 17 como se habían presentado.

 

Un anónimo con una advertencia

 

Un anónimo fijado en la puerta de la Casa de Gobierno el 1 de julio, fijaba posiciones sobre los diputados que no asistían a las reuniones:

“El Ejecutivo con sus mañas y cohechos logrará por un momento sancionar lo que quiera pero su caída está próxima.

¡Ciudadanos! Las leyes obrarán contra él pues habiendo jurado ante el pueblo soberano profesar y defender la religión católica, apostólica y romana, quiere a la fuerza y valido de las bayonetas, intimidar a nuestros representantes y despojarnos de ella”.

Entre los miembros de la Cámara había legisladores irreductibles en el tema religioso, que habían decidido no asistir a las sesiones. De un total de 18, votaron 12 con un resultado de 9 a 3 a favor de la propuesta.

Finalmente el 6 de julio quedó sancionada la ley y el 13 promulgada por el Ejecutivo.

 

 

Una revolución increíble

 

Los opositores a la Carta de Mayo ya no discutían.

Habían decidido pasar a la acción.

Atrás estaba evidentemente la inteligencia de otras personas escudadas en las sombras. Pero la acción corrió por cuenta de un sargento llamado Joaquín Paredes, al que apodaban “Carita”, secundado por otros dos sargentos, uno de apellido Moyano, al que apodaban el “Chucuaco” y otro de apellido Maradona, que era de raza negra.

El primer objetivo fue sublevar al cuartel de San Clemente, ubicado a una cuadra de la Plaza Mayor y sumar al movimiento a los presos de la cárcel.

El paso siguiente, tomar prisionero al gobernador.

En la noche del 26 de junio de 1825, Del Carril dormía en su casa cuando de pronto se vio ante dos hombres armados con fusiles y escuchó de labios del cabo de policía Francisco Borja Vasconcelos una orden que no terminaba de comprender:

—Está usted detenido. Debe acompañarnos.

El joven gobernador intentó hacerles entender a sus visitantes la gravedad del hecho que estaban produciendo. Vasconcelos lo interrumpió bruscamente y a los empujones lo sacó a la calle, llevándolo detenido al cuartel.

 

Un inusual “ejército”

 

La ciudad ya estaba en manos de cabos, sargentos y presos.

Con este inusual “ejército” Paredes y su extraña corte sentó las bases de su proclama:

“Los señores comandantes de la tropa defensora de la religión que abajo suscriben, tienen el honor de hacer saber a toda la tierra el modo como cumplen los mandatos de la Ley de Dios”, comienza diciendo.

El documento solicitaba en sus seis artículos:

1º) Que la Carta de Mayo sea quemada en acto público, por medio del verdugo “porque fue introducida entre nosotros por la mano del diablo para corrompernos y hacernos olvidar nuestra religión Católica Apostólica Romana”.

 

2º) Que la Junta de Representantes sea deshecha y en su lugar se ponga el Cabildo, tal como estaba antes, y toda la administración de justicia.

 

3º) Cerrar el teatro y el café por estar profanados porque allí concurrían los libertinos para hablar contra la religión.

 

4º) Que los frailes se vistan de frailes.

 

5º) Sancionar en toda la provincia la Católica Apostólica Romana como la religión de San Juan.

 

6º) Imponer una contribución para el pago de la tropa.

 

Una bandera blanca con una cruz negra y la leyenda “Religión o muerte”, servía de emblema.

Los defensores del gobierno intentaron el día 27 alguna defensa. Protagonizaron escaramuzas con algunos muertos y heridos por ambas partes pero ante la imposibilidad de resistir se replegaron hacia el Pueblo Viejo, Concepción.

Allí fueron seguidos por Paredes y los suyos por los que no les quedó otra alternativa que cruzar el río y concentrarse en la Villa Salvador, en Angaco.

Del Carril había quedado solo y en prisión.

 

Pero advirtió la gravedad del momento, la que al parecer pasaba desapercibida para los dirigentes del grupo sublevado: “sin una autoridad a quien la soldadesca en armas insurreccionada respetase y obedeciese y con el peligro de un saqueo, de muertes, violencias y otros excesos y crímenes, procedan a designar un gobierno de hecho para ocurrir con prontitud a la seguridad y tranquilidad de la población”.

Ya no era una cuestión de ideas o legalidad. Estaba en juego la seguridad de la sociedad.

Ese mismo día 27 se reunió parte del vecindario en la capilla de San Clemente, contigua al cuartel. Y proclamó gobernador a Plácido Fernández Maradona, uno de los ideólogos del movimiento subversivo. Este juró el cargo y designó ministro al presbítero José Manuel Astorga y depositó el mando de las tropas en Juan Antonio Maurín, antiguo capitán del Batallón número 1 de Cazadores de los Andes.

 

Fernández Maradona pensó que estaba todo dicho y que la situación era irreversible. Mandó poner en libertad a Del Carril, exhortó a los defensores del gobernador electo a que volvieran a sus hogares y depusieran las armas y designó a “un hombre de mi entera confianza y militar acreditado de carrera” al frente de los efectivos sublevados, el comandante Manuel Olazábal.

Convencido de su accionar, el fanatizado nuevo mandatario escribe el 5 de agosto al gobernador de Buenos Aires, general Juan Gregorio de las Heras, encargado del Poder Ejecutivo Nacional, explicando que el movimiento revolucionario había estallado por el descontento de los vecinos “con la intespestiva sanción y publicación del papel titulado Carta de Mayo”. Y aclara que él se había visto obligado a tomar el mando “creyendo que así se cortarían las disensiones y se restituiría el país a su antigua pacificación”.

 

Queman la Carta de Mayo

 

Mientras esto escribía y tal como lo pedía la proclama, la Carta de Mayo fue quemada en la Plaza Mayor y el departamento de Justicia en pleno, con sus jueces de primera y segunda instancia, que permanecían en Angaco, dimitieron conjuntamente.

La ciudad permanecía bajo el estado de sitio.

No tardan en iniciarse tratativas entre los dirigentes que resistían en Angaco y el nuevo gobernador, que se concretan en el acuerdo del “Pedregal de Chimbas”. En cumplimiento de lo pactado el grupo armado se disolvió, jurando previamente mutua cooperación y defensa.

Del Carril, a todo esto, no permanecía quieto. Solicitaba ayuda al gobierno de Buenos Aires y propiciaba una asamblea para analizar la situación.

Un fraile dominico, Roque Mallea, le confió al oído que su vida corría serio riesgo. Ante ello el joven mandatario depuesto partió a caballo a Mendoza, amparado por un salvoconducto obtenido por el fraile.

Ya en Mendoza, Del Carril comenzó las gestiones para recuperar el gobierno.

 

 

El regreso del gobernador

 

Del Carril no estaba solo en Mendoza. Pronto se le unieron decenas de comprovincianos, entre ellos la plana mayor de su partido, conformando un verdadero gobierno en el exilio.

Trata de interesar a los mendocinos para que intervengan en San Juan pues —argumenta— “el movimiento local representa un peligro para las demás provincias porque puede extenderse”.

Mendoza actúa con cautela. Del Carril se impacienta, sus adictos también.

 

Aceptada la renuncia, el diputado Ruperto Godoy propone que se deje de lado el mecanismo electoral y se designe por seis meses un gobernador el que gozará de facultades extraordinarias durante tres meses. Apoyada por unanimidad, la iniciativa se transforma en ley y resulta electo don José Navarro, presidente de la sala en ese momento.

Es así como la primera medida, siguiendo el consejo de Del Carril, es la formación de una fuerza militar, encargándose de tal tarea al comandante Nicolás Vega, militar español, unitario declarado, que formó parte del Ejército de Los Andes.

Las penas a los vencidos fueron duras.

 

Las penas a los vencidos

 

A José Santiago Paredes se le formó causa criminal. En octubre se conoció la sentencia que afirma que “su crimen está comprendido en el de alta traición”. Paredes había huido a los Llanos de La Rioja. Enterado Facundo Quiroga de lo resuelto lo remitió inmediatamente a San Juan.

Al clérigo Manuel Astorga se lo condenó a la pena de muerte pero por decreto se resolvió que “esta misma noche, dispensando la pena que tiene bien merecida, saldrá desterrado para el estado de Chile, quedando todos sus bienes conocidos en favor del erario público”.

El presbítero Dionisio Rodríguez “saldrá asimismo, debiendo perder sus bienes si antes no deposita en Tesorería la multa que le ha cabido”.

Salieron también desterrados el sacerdote José de Oro, Juan José Robledo y Manuel Torres.

 

Lo que se dice de Del Carril

 

Hasta acá la historia del breve pero agitado paso de Del Carril por San Juan.

Las opiniones encontradas digamos que se han prolongado hasta nuestros días.

Una prueba es que la estatua del prócer, inicialmente ubicada en la plaza de la estación del ferrocarril San Martín, fue trasladada a la Plaza de Desamparados, para que no estuviera en lugar tan visible.

 

Pero la trayectoria de Del Carril no terminaría en San Juan.

> Fue el único argentino que llegó a presidir los tres poderes del Estado.

> Exiliado en Buenos Aires, meses más tarde, el flamante presidente Rivadavia lo nombró ministro de Hacienda.

> Dice la historia que asesoró a Juan Lavalle y fue el impulsor del fusilamiento de Manuel Dorrego.

> Pasó en el exilio los años del gobierno de Juan Manuel de Rosas.

> Fue uno de los convencionales que sancionaron la Constitución Argentina de 1853.

> Fue nombrado luego vicepresidente de la Nación, compartiendo fórmula con Justo José de Urquiza.

> Tras la reincorporación de la provincia de Buenos Aires, el presidente Bartolomé Mitre lo designaría ministro de la Corte Suprema de Justicia.

 

 

Afamado como erudito no menos que como hábil diplomático en su tiempo, la figura de Del Carril ha sido sistemáticamente denostada por la historiografía revisionista, que le reprocha su soberbia, su liberalismo irreflexivo y su enriquecimiento de dudosas fuentes durante su período de seguidor de Urquiza.

La historiografía liberal, pese a las desavenencias que en su momento lo enfrentaron con algunas de sus personalidades, como su coterráneo Domingo Faustino Sarmiento, ha sido más generosa, enfatizando su erudición y su vocación europeísta.

 

El hombre en la intimidad

 

Calificado de masón y liberal, fue desde su juventud un seguidor del ideario rivadaviano.

Pero… ¿Cómo era Del Carril en la intimidad?

Una descripción la hace el historiador Martín Picón:

“Alto, solemne, desdeñoso, mirando fijamente con sus ojos negros, que ni más ni menos que una sonda penetraban en el alma apretando la boca para que no se escaparan sus secretos, Salvador María del Carril pasó por el Congreso del 52 dejando la impresión de una extraña personalidad: Era el que más sabía dicen unánimemente los biógrafos del Congreso; “este viejo vale mucho, lo pondera, cosa rara, el padre Lavaisse escribiendo a Taboada. La tradición quiere verlo como un erudito en derecho público norteamericano enseñando el Evangelio de Filadelfia a los diputados constituyentes.  Pero debió ser en el diálogo apagado de las antesalas o en el recato de las correcciones subrepticias, pues jamás se oyó en el recinto el tono de su voz ni quedó en los archivos muestra alguna del tipo de su letra.

José María Zuviría, el secretario del Congreso, lo describe como calculador, frío y reservado, pero apto para el hábil manejo y la diplomacia del silencio.

Mansilla que fue en Paraná su secretario privado dice que prefería la penumbra a la exhibición teatral, y nos confiesa que no redactó como Vicepresidente nada, ni después como Ministro de la Corte Suprema borroneó una sola cuartilla ni fundó un voto en disidencia por escrito.

 

Ceremonioso e inaccesible Salvador María del Carril sentía correr por sus venas la sangre de bronce de las estatuas. Se sentaba en las poltronas del Congreso con apostura de prócer de plaza pública. No descendía jamás al nivel de los demás mortales. Era el unitario típico de la descripción dejada por Sarmiento en Facundo, que no daba vuelta la cabeza ni aunque se desplomara un edificio.

Caminaba dice Quesada con aire pretencioso, como agobiado por la profundidad del pensamiento. Y cuando hablaba en privado lo hacía en sentencias enfáticas y breves acompañadas de terminante ademán. Pero no habló nunca en los debates de la Constitución, y entre tan inexorables oradores como los del 52 debió parecer una lechuza muda y atenta, siguiendo el parloteo de una bandada de cotorras.

¿Qué clase de enigma fue del Carril? ¿Un hombre de genio pero sin coraje para actuar? ¿Un escéptico que no creía en nada ni en nadie? ¿Una eminencia gris moviéndose en las sombras sin comprometerse en público? ¿O su talento fue como aquel enorme de Alves Pacheco, el personaje de Queiroz, que nunca encontró ocasión de revelarse pero que todo Portugal admiraba en la prestancia arrogante y el prudente silencio?.

Tenía 65 años en 1852, pero venía de muy lejos: de los viejos tiempos de Rivadavia. Treinta años de historia Argentina ¡y qué treinta años! se escondían en los pliegues de su frente ancha y abovedada.

Había vivido todo: la Reforma, la Carta de Mayo, la Presidencia, el 1 de diciembre, la Comisión Argentina, la Nueva Troya, la proscripción. Si no protagonista principal, había sido en todo caso la figura más importante de segundo plano en la tragicomedia unitaria”.

Moriría en 1888 casi nonagenario. Sarmiento, su coterráneo y enemigo habló en el entierro y allí, sin que nadie se asombrara, reconoció en una de sus genialidades haberse equivocado cuando la segregación de Buenos Aires: A Del Carril debemos ser hoy argentinos, dijo.

Su muerte fue un duelo nacional: los diarios enlutaron sus páginas, y la bandera quedó muchos días a media asta.

  

Del Carril y su esposa

 

El cuadro que pinta a Del Carril no quedaría completo sin su esposa con quien compartió una historia plagada de amores y desamores y de silencios

Salvador María del Carril y Tiburcia Domínguez y López Cemelo, eran parte de la alta sociedad porteña cuando se casaron.  Él tenía 46 años, ella apenas 17.

 

El mausoleo en la Recoleta, una construcción majestuosa en la que se destaca un baldaquino, en forma de aguja coronada con la figura de Cronos, Dios del Tiempo, es toda una escenografía de una novela sin final feliz. la belleza arquitectónica no puede, o no quiere, disimular los sentimientos encontrados.

Se lo ve a Salvador María del Carril, sentado en un imponente sillón, dirigiendo su mirada hacia el horizonte y a sus espaldas Tiburcia Domínguez, su mujer, representada por un sencillo busto.

 

Aunque Del Carril mejoró sus haberes tras su adhesión a Urquiza, adquiriendo entre otros bienes una estancia de 130.000 hectáreas en la actual provincia de La Pampa, el tren de gastos de su esposa resultó excesivo para la economía familiar. En un acto sorprendente, Del Carril publicó en los periódicos de Buenos Aires una carta anunciando a los acreedores de su esposa que él no se responsabilizaría de sus deudas. El ultraje llevó a que ésta le retirara la palabra hasta el día de su muerte; en el mausoleo que mandó construir en el porteño cementerio de la Recoleta, sus figuras se encuentran separadas. Del Carril está representado sentado en un cómodo sillón, bajo un baldaquino de mármol obra de Camilo Romairone; el busto de su esposa, por explícita instrucción de ella, fue colocado dándole la espalda.

Cuenta la historia que Salvador María del Carril le reprochó a la joven esposa,  su compulsión a gastar. Ella, continuo como si escuchara llover, y siguió comprando todo aquello que le apetecía.

Él, enfurecido, optó por publicar en los diarios de la época, una solicitada en la que dejaba bien en claro que no se haría  cargo de las deudas contraídas por su esposa.

Justamente, en ese punto, finalizó la historia de amor.  Ella decidió nunca más dirigirle la palabra.

 

Y así, sin un sí, sin un no, el silencio matrimonial  imperó durante 30 años.

En 1883 Salvador María del Carril fallece, y ella decide mandar a construir el majestuoso mausoleo, donde residen los restos.

En los años que le quedaron de vida, doña Tiburcia se dedicó a hacer lo que sabía hacer bien: gastar.

 

Así fue que mandó a construir un palacio en Lobos (provincia de Buenos Aires), y no reparó en gastos, Contaba con tres plantas, muchas habitaciones para huéspedes y además, se dio el lujo de contratar al paisajista Carlos Thays para diseñar el parque.

Noches de fiestas, tertulias, reuniones sociales, joyas relucientes, brillos y esplendores varios.

 

Ella murió quince años después que su esposo y en su testamento dejó escrito:

“no quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad”… 



 

 

 

 

Bibliografía consultada:

- Carte, Eugenio: Salvador María del Carril, patriarca de la patria, editado por Sociedad Franklin Biblioteca Popular, San Juan, 1958

- Peñalosa de Varese, Carmen y Arias,

Héctor: Historia de San Juan, Editorial Spadoni, Mendoza, 1966

- Videla, Horacio: Historia de San Juan, Tomo III (Época Patria / 1810-1836),

Academia del Plata/Universidad Católica de Cuyo, San Juan 1972

Martín Picón – Biografía de Del Carril

Bataller, Juan Carlos: Revoluciones y crímenes políticos en San Juan.


Volver al índice

GALERIA MULTIMEDIA
Salvador María José Del Carril nació el 10 de agosto de 1798.
De espaldas, para siempre. El mausoleo de Salvador M. del Carril, representa la histórica pelea con su mujer,Tiburcia Domínguez.
La proclama exigía que la Carta de Mayo sea quemada en acto público, por medio del verdugo “porque fue introducida entre nosotros por la mano del diablo para corrompernos y hacernos olvidar nuestra religión Católica Apostólica Romana”.
Esta foto muestra la estatua de Salvador María del Carril cuando estuvo ubicada en el predio del ex Ferrocarril San Martín.
Salvador María José Del Carril nació el 10 de agosto de 1798.