Prostitutas, rufianes y usureros

San Juan no podía ser distinto. En toda ciudad que recibe inmigración masiva surgen actividades no siempre acordes con la ley o, al menos, reñidas con las “buenas costumbres”. Veamos alguna de esas actividades.

La prostitución

El censo de 1909 reconoce la existencia de 27 prostitutas en la ciudad. En realidad eran muchas más. En aquellos años las colectividades extranjeras estaban compuestas por mayoría de hombres, generalmente jóvenes, que venían a probar fortuna antes de traer a sus familias o constituir una acá.

En nuestro país, la prostitución, abastecida en gran medida por la trata de personas, se difundió como una importante actividad a fines del siglo XIX y hasta los años 30, de la mano de cierta prosperidad que  convocaba a la masiva inmigración europea.
El tema de la trata de personas con fines sexuales siempre ha venido de la mano de la prostitución y ésta se ha tratado de un negocio ilegal, pero tolerado y hasta reglamentado por el Estado.

Siempre ha contado con la complicidad, la tolerancia o hasta la asociación con agentes del Estado, ya sea las policías, los agentes migratorios, las fuerzas de seguridad, jueces, políticos o personajes prominentes de la actividad económica, social y en algún caso religiosa.
Un flagelo que es casi tan antiguo como la historia de nuestra Patria.

Prostitución legal
Pero hagamos un poco de historia.
La prostitución comenzó a ser legalizada en Argentina en 1875.
La designación “trata de blancas”, es anterior a la actual “trata de personas” y se vincula, por oposición, a la “trata de negros”, el comercio de esclavos traídos por la fuerza del continente africano.
La expresión confiesa la íntima vinculación entre uno y otro comercio: en ambos “negocios” la persona humana - ahora europea, mujer y blanca- no es más que una mercancía cuyo valor se reduce a la ganancia que potencialmente pueda generar a su explotador o rufián.

 

En 1875 se reglamentó la actividad de los prostíbulos en Buenos Aires. La ley local prohibía la actividad a las mujeres menores de 18 años, pero con una excepción sorprendente y escalofriante. La hipocresía de la sociedad de entonces autorizaba legalmente el ejercicio de la prostitución a niñas menores de edad si habían sido iniciadas tempranamente.
Paradójicamente no era autorizada a casarse una joven hasta cumplir los 22 años si no obtenía el consentimiento del padre. Si éste se hubiera muerto o estaba impedido el juez autorizaba el matrimonio de la menor, pero frecuentemente la denegaba.
Entre 1875 y mediados del siglo XX, la prostitución era considerada un “mal necesario” y la reglamentación estatal era la política dominante: se ejercía bajo el control de los

municipios y de la policía. Podemos afirmar que se trataba de una suerte de “servicio público”. Según explica Eva Giberti, estaba sometido a reglas: “…delimitación de zonas prostibularias, registro compulsivo de prostitutas y fichas policiales, controles médicos obligatorios de las mujeres explotadas… El proxenetismo era, cuando no reconocido, tácitamente aceptado.
Esta política oficial, que por entonces regía tanto en Francia como en Argentina, favorecía la trata de blancas…”

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La prostitución fue legal y reglamentada en la Argentina hasta 1937 cuando fueron prohibidos los prostíbulos.

En general detrás de la prostitución siempre estuvieron los “cafishios”, rufianes o protectores–cuando no la “madama”, como el caso de la famosa Rebecca a fines de los ’40, en San Juan- que garantizaban que el “trabajo” fuera pagado como correspondía.
Con el correr de los años, la prostitución ejercida en forma individual fue dando paso a las casas de tolerancia. Generalmente estas casas rotaban a las mujeres por distintas ciudades mediante canjes o compra venta.
En los primeros años del siglo traían mujeres de Mendoza o Chile. Luego, muchas llegaron desde Buenos Aires y eran de origen europeo, en su mayoría polacas.
Hubo varias casas famosas en nuestra ciudad.
Una de las más importantes cuando terminaba la tercera década, fue sin duda El Gato Blanco, ubicado en la avenida 9 de Julio y Alvear (lo que hoy es el lateral este de Avenida Rioja).
Más modesto en sus pretensiones era El Noventa, ubicado en la avenida España entre Córdoba y General Paz.


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El “caballo blanco” llamaban al coche de plaza que dos veces por semana llevaba a las mujeres para ser revisadas en la Asistencia Pública, como lo determinaba la ordenanza policial. Esa “victoria” tenía parada en la plaza 25 de Mayo y quién sabe por qué su conductor era el preferido de los rufianes. Uno de ellos, de origen libanés, fue muerto a tiros cuando circulaba por la calle Salta en ese coche.
Aunque se lo niegue, existía un vínculo poco estudiado como la esclavitud sexual que, unido a problemas de soledad, tristeza, alienación y miseria, empujaban al suicidio a mujeres que trabajaban en prostíbulos legales o en sitios menos protegidos, como cabarés o directamente en la calle.
Las historias que circulaban sobre la ferocidad de los rufianes en el trato a sus esclavas realmente escandalizan a cualquier persona.
Un caso notorio –ocurrido a fines de los años 40 o principios de los 50- fue el de una prostituta a la que se le roció con kerosene y se le prendió fuego. La chica salió desesperada a la calle –la casa estaba ubicada en Aberastain entre Santa Fe y Córdoba- y aunque fue ayudada por transeúntes, falleció poco después por las graves quemaduras recibidas.

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Ya en los años 50 y 60 las cosas cambiaron. Si bien los prostíbulos estaban prohibidos, se los “toleraba”. ¿Será de ahí el nombre de “casas de tolerancia”?.

Podían funcionar pero en connivencia con la policía. En esos años fueron famosos algunos prostíbulos clandestinos de Concepción como el de Angulo, el de Lobos o La casa de los enanitos.

Pero la mayor parte de la prostitución ya no se realizaba en burdeles. No por eso dejaron de existir los cafisos, que regenteaban a una o dos pobres mujeres a las que obligaban a tener relaciones sin ningún tipo de condiciones higiénicas ni sanitarias en casas particulares o pensiones de mala fama.

La doble moral
Es innegable que en la primera mitad del siglo XX y parte de la segunda, convivían fenómenos contradictorios. Por un lado –especialmente las mujeres y la iglesia- combatían las prácticas autoeróticas en el marco de una "normalidad" sustentada en prejuicios, creencias y teorías provenientes de la teología, el derecho y la medicina, señalando a la masturbación como camino a la homosexualidad, los desórdenes hormonales y malgastar la energía reproductiva.
Era común que cuando un jovencito demoraba más de cinco minutos en el baño se escuchara la voz de la abuela o la madre diciendo: “nene, qué estás haciendo! Mirá que podés quedar ciego”.

Pero al mismo tiempo era común que al cumplir los 18 años fuera el padre quien a través de un amigo hacía que su hijo concurriera “por primera vez” a un prostíbulo, “no vaya a ser que me salga rarito”. Y ese “rarito” representaba el peor de los castigos que podía padecer un hombre: tener un hijo puto.

Los cabaret
Varias fueron las casas que ofrecían números artísticos de varieté en las primeras décadas del siglo XX. Estas casas, con señoritas que bailaban y muchas veces alternaban con los clientes, estaban ubicadas en distintos puntos de la ciudad.
El Dorado, el casino local, dicen que poco tenían que envidiarle a los espectáculos que presentaba el Moulin Rouge en París.
Durante décadas fue común que a medianoche las puertas se cerraran y las funciones siguieran “en privado” para autoridades policiales y de gobierno.
Cuenta Horacio Videla que “en una casa que después fue de remates, La Casa Amarilla, (General Acha entre Santa Fe y Mitre), Federico Frediani y José Estornell abrieron la sala El Dorado en 1911, con confitería y números de varieté, de danzarinas con poca ropa, muy amables con sus admiradores en los entre actos en el camarín. De una dudosa fama se hizo muy pronto El Dorado y cuando a un respetable profesor del Colegio Nacional divisole algún muchachón de quinto año, que por sus pantalones largos y bigotito pudo entrar, fue la comidilla del elemento estudiantil, objeto de la censura del mundo femenino y lapidado por el resto de sus días con el anatema de “libertino”.
Los cabarets como tales dejaron de existir en las primeras décadas, aunque siempre hubo sitios con poca luz, mujeres con escasa ropa y copas que se cobraban caras en distintos puntos de la ciudad.

La usura
La proliferación de usureros también fue notoria en la época. Fundamentalmente los inmigrantes no tenían acceso a otro crédito ya que no poseían bienes.

Importantes comerciantes y hasta algún bodeguero hicieron fortuna con esta actividad que ofrecía un gran lucro: como que hasta se llegó a pagar el 1 por ciento de interés diario con capitalización cada 30 días.
El usurero más importante de aquellos años llegó a adquirir buena parte de los principales terrenos del centro sanjuanino.
En los años 30, uno de estos capitalistas –un solterón de origen árabe- fue asesinado, en un caso que fue noticia durante muchas semanas y que nunca fue esclarecido.
Hoy la usura sigue reinando disfrazada de casas de préstamo, tarjetas de crédito y “amigos” dispuestos a solucionar un problema con altos intereses.

El juego
El juego también fue muy común en confiterías y hasta clubes, lo mismo que en conocidos “garitos” de la época.
En general contaban con la complicidad policial por lo que debían responder al gobernante de turno ya que las designaciones de comisarios eran políticas.

En el año que gobernó Jones, había un jefe de Policía que vino desde Buenos Aires –Honorio Guiñazú- que inmediatamente asumió, combatió frontalmente el juego. Incluso llegó a utilizar la policía montada, entrando con los caballos a los locales.
Esto sucedió en las primeras semanas de gestión y la actitud fue ponderada por la prensa. Luego, el jefe arregló con los capitalistas y –se asegura- nunca hubo tantas casas de juego en San Juan.

En aquellos años, cuentan los memoriosos, cuando un rufián no realizaba los consabidos aportes, se lo detenía, se le cortaba el pelo y los tacos de los zapatos y se lo despachaba en el tren a Buenos Aires con la advertencia de que nunca debía regresar.




TEXTO ESCRITO POR JUAN CARLOS BATALLER Y FUE PUBLICADO EN LA EDICIÓN DEL 14 DE OCTUBRE DEL 2016 EN LA PERICANA

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