La muerte del caudillo Manso (1858)

El asesinato de Benavides


El reñidero de gallos estaba ubicado en lo que hoy es la calle San Luis, entre Sarmiento y Entre Ríos. Allí estaba aquella tarde el general Benavides. Era el 19 de setiembre de 1858.
Veinte efectivos al mando del comandante en jefe de las fuerzas de la provincia, Domingo Rodríguez, entraron al local y detuvieron al general.
De allí se lo sacó y se lo condujo a la cárcel del Cabildo, frente a la Plaza Mayor.
Se lo alojó en calidad de incomunicado en una pieza alfombrada del segundo piso, de techo muy elevado y amplio balcón, con frente a la plaza. Y se lo aseguró bien con una barra de grillos de 32 libras de peso.
Diez y seis hombres al mando del teniente 2º Rafael González —un pésimo sujeto, hombre de acción del gobernador Gómez— quedaron a cargo de su custodia.

El día 20, el gobierno hizo saber al juez de Crimen que “se halla preso e incomunicado en los altos del Cabildo el general don Nazario Benavides por conato comprobado de sedición, según aparece de las sumarias levantadas a sus cómplices y colaboradores”.
Las voces pronto comenzaron a circular:
—Van a matarlo a Benavides, quieren hacerlo desaparecer de la política sanjuanina.
Las intenciones habían quedado expuestas y Telésfora Borrego de Benavides sabía que si no actuaba rápido y lograba que intervinieran las autoridades nacionales, su esposo no saldría con vida.

—Coronel, le pido por favor que interceda por mi esposo...
—Señora, esté usted segura que haré cuanto esté a mi alcance...
—Queda poco tiempo coronel...
—¿Porqué lo dice?
—Tengo información de que mi marido será asesinado en prisión.
—¿Está usted segura?
—Sí, coronel. El general Benavides es para ellos un problema. Y lo quieren resolver definitivamente.

El coronel Francisco D. Diaz no era precisamente un amigo de Benavides. Un año antes, el caudillo lo había derrocado como gobernador. Y esas cosas no se olvidan.
Pero tampoco podía estar de acuerdo en un asesinato.
Doña Telésfora Borrego, esposa del general Benavides, estaba dispuesta a mover cielo y tierra para salvar la vida de aquel hombre con el que había compartido veinte años de poder.

El coronel Diaz miró a doña Telésfora y no pudo menos que sentir admiración y afecto por aquella mujer.
—Señora, yo voy a salvar a su esposo. Déjeme usted poner en juego mis ideas que tengo al respecto y garantizo el éxito.
Doña Telésfora se retiró de la reunión sin saber si Diaz intercedería ante su pariente, el gobernador Manuel Gómez o intentaría facilitar la fuga de Benavides.

Telésfora Borrego volvió a su casa de la calle San Clemente (hoy Santa Fe). En esa gran casona con zaguán y patio abierto, edificada en un espacioso terreno que tenía 72 varas sobre esa calle y llegaba desde la esquina con Cabildo (hoy General Acha) hasta la mitad de cuadra con Mendoza, Benavides había gobernado durante casi 20 años San Juan. Los fondos se extendían 24 varas por la calle Cabildo.
Para que el lector se ubique, la casa comenzaba en la Galería Estornell, por Santa Fe, llegaba hasta la esquina de General Acha y se extendía en sus fondos por esta artería.

La dama sabía que no podía permanecer quieta.
Llamó a sus hijos mayores, Segundo y Telésfora y les dijo:
—Tengo que escribirle al presidente Urquiza.
La carta le explicaba al presidente de la Confederación sus temores ante el peligro inminente de que su esposo fuera asesinado.

Sola en su habitación, Telésfora lloraba en silencio y recordaba el día en el que lo conoció a Benavides.
Corría 1833. El tenía 31 años y ella sólo18.
Habían pasado 25 años pero ella recordaba aquel día como si fuera hoy.
Allí estaba aquel joven oficial, muy alto —medía más de un metro noventa—, delgado, de anchas espaldas y pequeña cintura, musculoso, con piernas quizás demasiado largas para su cuerpo rematado en una cabeza pequeña. Como no enamorarse de aquel apuesto militar de tez pálida, cabello lacio y negro, cejas tupidas, ojos verdosos y nariz aguileña, con patillas que reaparecían en el mentón y un bigote “a lo criollo”.

En la primera cita, Nazario le contó su historia.
No había nacido en cuna de oro. Su padre, Pedro, fue un criollo de ascendencia chilena. Su madre, Juana Paulina Balmaceda, también provenía de un hogar criollo.
Junto con sus cuatro hermanos, Nazario se crió en el hogar paterno, en un fundo semirural ubicado en el Pueblo Viejo, que ocupaba desde lo que hoy es la calle Juan Jufré, por el norte, hasta Chile, por el sur. Por el este llegaba hasta lo que hoy es la Plaza de Concepción.
Allí tenían los Benavides una pequeña viña, un alfalfar y un huerto, como todas las casas de aquellos años. La casa era de adobe, con techo de caña sostenido sobre rollizos de álamo.

Benavides no era un intelectual ni un hijo de familias ricas, como Del Carril o De la Roza. Aprendió a leer y escribir pero no pudo radicarse en otras ciudades para volver con un título de abogado o médico. Sus ocupaciones de joven fue mondar acequias, preparar la tierra para los cultivos, podar, cuidar los animales.
Cuando cumplió los 17 ya se había enganchado como carrero de cargas y más tarde como arriero, con lo que conoció otras provincias y viajó mucho.
Así fue moldeando su personalidad Nazario. Joven de buen caracter, afable, sin vicios, modesto, con gran capacidad de adaptación a las circunstancias, tolerante.

¿Como aquel modesto joven pudo gobernar San Juan tantos años?
Nazario le había contado que tenía 24 años cuando Juan Facundo Quiroga comenzó a formar su ejército para combatir contra el general Aráoz de Lamadrid. Y Benavides se enganchó con él, como lo hicieron otros tres o cuatro mil cuyanos y riocuartenses, los que fueron sometidos durante cuatro meses a una rigurosa disciplina militar.
En su vida militar, comenzó haciendo lo que sabía: fue arriero en el ejército del tigre de los llanos.
Pronto Nazario se ganó el aprecio de los oficiales de Quiroga. Y este, a su vez, influyó en el joven arriero, podador y mondador de acequias como para hacerle olvidar sus anteriores oficios y abrazar definitivamente la carrera militar.

—¡Ay Benavides! Tantas batallas ganadas, tantos honores recibidos y ahora estás ahí, en la parte alta del cabildo, engrillado y esperando que algún bárbaro te mate...
Telésfora Borrego conocía bien a su esposo. Había nacido para mandar. Conocía a la gente. Y como militar era un hombre de arrojo. A nadie extrañó que en 1931, con 29 años, ya fuera teniente coronel. Y a diferencia con otros caudillos militares, reprimió siempre el pillaje y la matanza, fue tolerante con sus enemigos, generoso con los vencidos y hombre de buen corazón.

Telésfora recordaba como si fuera ayer aquel 1933 cuando Benavides regresó a la provincia, tras la campaña contra los indios del sur.
—Fue ese año cuando me conoció a mí, Telésfora Borrego y Cano, hija del difunto Pascasio Borrego Jofré y de doña María de los Angeles Cano, integrante de una familia muy rica.
No fue fácil el noviazgo de aquel flaco y alto teniente coronel con la jóven descendiente de acaudalada fortuna.
La familia de ella se oponía terminantemente a esa relación. Querían algo más para Telésfora. Un hombre con estudios universitarios, de fortuna familiar, de relevancia política, no aquel arriero transformado en militar.

Cuentan que por aquellos años volvía Facundo Quiroga a San Juan, tras participar de una de las campañas por el norte. El general pasó revista a las tropas en el cuartel de San Clemente y tras ello le preguntó al comandante de la guarnición:
—¿Quién es ese oficial que está en la primera fila?
—¿Cuál, general?
—El tercero a la derecha.
—Es Nazario Benavides. ¿Porqué?
—A ese hombre le perturba la traición o algo grave le sucede— dijo el Tigre de los Llanos para quien no había escapado el semblante del joven oficial.
Quiroga lo mandó llamar a Benavides.
—¿Qué le anda pasando a usted?
—Nada, mi general.
—No me diga eso. A usted le pasa algo y yo lo se. Hable, que lo escucho.
—No tiene nada que ver con el Ejército, general..
—¿Tiene que ver con el amor...?
—Así es mi general.
—¿Y cuál es el problema? ¿Ella no lo acepta?
—Ella me quiere y yo también pero... yo soy pobre.
—Ahá... ¿Y entonces?
—La familia pretende algo distinto.
Quiroga sonrió con afecto y sólo dijo:
—No se me desanime, Benavides, todo es cuestión de tiempo.

Grande fue la sorpresa de Benavides cuando al mediodía vio llegar al cuartel a su altiva suegra, doña María de los Angeles Cano de Borrego y entrar a la oficina del general Quiroga.
Nadie sabe de qué hablaron.
Pero lo concreto es que a la semana siguiente, Nazario y Telésfora pudieron casarse. Y que el propio Facundo fue el padrino de la boda., vistiendo su uniforme de gala con entorchados de brigadier general, acompañado en la ceremonia por doña Felipa Cano, tía de la novia.

—¡Como pasaron de rápido aquellos años, Benavides!—, pensaba la preocupada Telésfora a la espera del milagro que le devolviera a su esposo.
Segundo de los Reyes fue el primer hijo en nacer. Luego siguieron Telésfora, Pedro Pascasio, Nazario del Carmen, Tomás Numa, los gemelos Juana Angela y Juan Rómiulo, Paulina Laurentina, Paulina de Jsús, Pedro Pascasio y en 1857 los mellizos Eduardo Javel y Gerardo Juval. Nacieron , murieron prematuramente algunos, se repitieron nombres, crecieron.
La casa fue un modelo de hogar cristiano.
—¿Cómo se puede matar a un hombre por sus ideas?— se preguntaba Telésfora, mujer muy religiosa, toda bondad.
—En mi casa nunca entró la política. Yo misma fui paño de lágrimas para los necesitados, sin importarme sus ideas.

Como una ráfaga pasaron por la memoria de Telésfora Borrego distintas etapas de su vida.
Parece que fue ayer cuando acompañó a Benavides al Cabildo aquel
26 de febrero de 1836, a las 8 de la mañana.
Eran años de inestabilidad política. San Juan había sido invadido por La Rioja y todos estaban pobres y temerosos. Había que elegir un gobernador. Y lo eligieron a él.
Y allí estaba aquella mañana aquel militar flaco y alto. Y ella al lado de su Nazario, elegante con su uniforme de teniente coronel, con sus jóvenes 33 años.
Llevaban dos años de casados y ya había nacido su primer hijo, Segundo Reyes, que tenía un mes de vida.
Nadie pensó que Nazario Benavides gobernaría durante 19 años en forma ininterrumpida, reelegido en forma sucesiva.

Doña Telésfora miró al teniente 2º Rafael González y no le gustó aquel hombre. Le decían el “negro panadero”.
Pero no tenía alternativas.
Todas las otras soluciones tardaban en llegar y las versiones sobre que Nazario Benavides sería asesinado de un momento a otro, desesperaban a su esposa. Y aquel González, de aspecto repulsivo era el jefe de la guardia apostada en la prisión de Benavides.
—Así que usted quiere que se lo deje libre al general.... -decía González.
—Teniente, yo no quiero que lo maten.
—Quédese tranquila, señora. Veré qué puedo hacer.
—¿Puede darle un mensaje a mi marido?
—Sí señora, lo que quiera.

Varias veces se entrevistó la señora con González. Este le transmitía mensajes de Benavides y a su vez le llevaba al general palabras de su mujer.
—Señora, usted sabe que no es fácil para mi la ayuda que le estoy prestando. Los guardias sospechan que yo traiciono al gobierno.
—Yo le agradezco su apoyo.
—Pero... usted sabe, señora... para poder seguir actuando algo tengo que darle a los muchachos de la guardia...
—Dígame usted teniente lo que debo traer y lo conseguiré...
Lo que no sabía Telésfora es que cada vez que dejaba el Cabildo, González entraba al despacho del gobernador Gómez Rufino,
—¿Y? ¿Qué le ha dicho la generala?—, preguntaba el gobernador.
—Está dispuesta a cualquier cosa por liberar a su esposo.
—¿Sigue confiando en usted?
—Aparentemente sí. Yo le he pedido 18 onzas de oro por colaborar en la fuga.
—¿Y qué le ha dicho?
—Que las conseguirá.
La última reunión de Telésfora con el jefe de la guardia fue ya para concretar detalles.
—Dígale a Benavides que el 24 (de octubre) a la siesta será liberado.
—Sí señora. ¿Tiene todo dispuesto?
—Sí, teniente. Nuestros amigos van a venir armados ese día. Usted sólo tiene que entregar al prisionero.
—Quédese tranquila que así se hará.
Se retiró la mujer y González entró una vez más al despacho del gobernador.
—El 24 será el asalto.
—Perfecto. Se van a llevar una buena sorpresa.
Gómez Rufino llamó a sus colaboradores más inmediatos.
Horas después los sanjuaninos se enteraban que el gobierno había descubierto un plan de asalto al Cabildo que debía producirse el día 24, se citaban los nombres de las personas que participarían y se daba a entender que de un momento a otro, todos serían detenidos. Los amigos de Benavides se reunieron con doña Telésfora.
—Todo ha sido descubierto señora.
—González me traicionó—, dijo la mujer.
—Tenemos que actuar inmediatamente pues ahora nuestras vidas corren peligro.
—¿Cuándo?
—Mañana a primera hora. Antes que saliera el sol aquel 23 de octubre de 1858, cuarenta hombres, en su mayoría oficiales de guardias nacionales y de línea retirados, que habían actuado a la orden de Benavides, avanzaron sobre la plaza mayor en cuatro columnas, mientras gritaban:
—¡Viva la libertad! ¡Viva el general Peñaloza!.
No era una revolución. Se trataba de una simple pueblada con un objetivo único: rescatar a Benavides.
Llegaron al Cabildo y se lanzaron al ataque, con armas de fuego, sables y lanzas. La guardia intentó resistir pero fue inútil.
Los atacantes liberaron a sesenta o setenta presos que estaban en la planta baja, los que se sumaron al grupo armado.
—El general está engrillado en la parte alta. Avancen— dijo el sargento Gutiérrez, apodado El Manco. Benavides esperaba el asalto. Pero lo esperaba para la siesta del día siguiente.
—Algo raro está pasando.— pensó el caudillo.
Rápidamente se cubrió con una frazada y se acercó a una ventana.
Escuchó que alguien ordenaba:
—Hace falta un hacha para derribar la puerta.
—Vamos a buscarla a la casa del general—, dijo otra voz.
Un grupo corrió los ciento cincuenta metros que separaban el cabildo de la Casa de Benavides.
Benavides vio desde el balcón llegar al Cabildo al comandante Domingo Rodríguez , seguido del capitán Maximino Godoy y comprendió lo que iba a suceder.
Intentó superar con su voz los gritos de venían desde abajo.
—¡Por favor¡ ¡Deténganse! ¡No me comprometan! ¡No den motivos para que terminen conmigo!
El comandante Rodríguez, desde abajo también gritaba.
—¡Regrese inmediatamente a su prisión o no respondemos por su vida!
Benavides entró nuevamente a la sala. Estaba cansado.
—Pueden disponer a mansalva de mi libertad porque estoy engrillado -dijo a sus guardias.
Abajo se sentían disparos de armas de fuego y el golpeteo del hacha contra la puerta, intentando derribarla. De pronto, un hecho secundario adquirió gran importancia.
Uno de los guardias, Eugenio Morales, nervioso por lo que sucedía, se insolentó con el capitán Maximino Godoy.
Este sacó su cinto y le dio dos o tres golpes.
Se escucharon exclamaciones y los soldados de la guardia amenazaron amotinarse.
Godoy se dio vuelta para enfrentar el nuevo problema y Morales, que no lo perdía de vista y estaba enardecido por los cintazos recibidos, se precipitó sobre él y le dio un culatazo en la sien derecha. Ahí quedó Godoy, muerto en el piso. A todo esto, Benavides permanecía sentado en el catre y engrillado.
El comandante Rodríguez, advirtiendo lo que sucedía, subió rápidamente y entró a la sala por una puerta lateral.
Tomó su espada y atacó a Morales, que gritaba fuera de sí.
Morales no se quedó atrás. Tomó su bayoneta y embistió contra su superior, hiriéndolo en un brazo. Inmediatamente después salió al balcón y saltó a la calle. Comenzó a corre atravesando la plaza, en dirección a la Catedral.
Uno de los amigos de Benavides lo siguió a caballo y a la carrera lo alzó sobre el animal. El comandante Rodríguez, herido en el brazo izquierdo, también estaba fuera de si.
Se dirigió adonde estaba Benavides.
Al verlo, este, engrillado, trató de incorporarse presintiendo el peligro..
No tuvo tiempo de hacer movimiento alguno. Rodríguez le disparó un balazo a quemarropa, hiriéndolo en el costado izquierdo, a la altura del corazón. Inmediatamente, hundió su bayoneta en el mismo lugar.
Benavides cayó al piso. Estaba muerto. De pronto se hizo un silencio en la plaza.
—¡Han matado al general Benavides!
En contados minutos, todos los atacantes huyeron por distintos rumbos.
El cuerpo de Benavides fue arrojado desde la habitación donde fue ultimado en los altos del Cabildo a un patio continuo.
Poco después, un caballero de la alta sociedad sanjuanina, Juan Crisóstomo Quiroga y su hermana, Isidora Quiroga Garramuño de Salas, entraron al Cabildo y vejaron el cadáver del caudillo manso.
Recién el día 24 a las 7,30, los deudos del general pudieron acercarse al cuerpo. No obstante, el gobierno dispuso no entregar el cadáver. Lo colocaron sobre un catre y fue exhibido durante varias horas en el pretil del cabildo.
La tarde del 24, el gobernador Gómez ordenó entregar el cadaver a sus deudos. El muerto fue velado en su casa y enterrado el 25 de octubre en el cementerio público sin ceremonia ni escolta. 50 años después
Alrededor de 1910, un niño de 12 años, Rogelio Driollet, quien luego sería un conocido médico, estaba en el cementerio en el momento que en el mausoleo de la familia Zavalla se cambiaba de caja el cadaver del general Benavides para trasladarlo a la bóveda de don Domingo Gervasio.
Driollet dió este testimonio:
“Benavides, a más de medio siglo de su muerte, estaba casi intacto. De pie en el ataud, imponente su figura de casi un metro noventa. La visera de la gorra militar a ras de los ojos; la casaca azul, la bombacha roja, el sable al cinto y las botas a la usanza federal. Una sombra de bigote sobre el labio y un esbozo de sonrisa en el conjunto del rostro”. El caudillo manso
El asesinato de Benavides, indelenso y engrillado, fue sin duda un acto de barbarie. Primero porque fue una muerte anunciada y tratada de impedir desesperadamente por su esposa ante autoridades nacionales y provinciales Y en segundo término porque si alguien fue generoso con sus adversarios, a lo largo de veinte años de ejercer el poder, ese fue Benavides. Muchas anécdotas pintan al caudillo paternalista de cuerpo entero.
Algunas de ellas tienen como protagonista a un fogoso Domingo Faustino Sarmiento, director en aquellos años del periódico El Zonda.
Benavides había mandado llamar a Sarmiento a su despacho.
—Se que usted conspira, don Domingo.
—Es falso, señor, no conspiro.
—Usted anda moviendo a los representantes...
—¡Ah! ¡Eso es otra cosa!. Su Excelencia ve que no hay conspiración. Uso de mi derecho dirigiéndome a los magistrados, a los representantes del pueblo, para estorbar las calamidades que Su Excelencia prepara al país.
—Don Domingo, usted me forzará a tomar medidas.
—¡Y qué importa!
—Severas medidas.
—¡Y qué importa!
Vi en el semblante de Benavides señales de aprecio, de compasión, de respeto y quise corresponder a ese movimiento de su alma.
—Señor —le dije— no se manche. Cuando no pueda tolerarme más, destiérreme a Chile.
La anécdota fue contada por el mismo Sarmiento. Incorregible al fin, el siguiente número de El Zonda publicó un artículo titulado “Testamento”, aludiendo a que “había sido mordido por cierta perrilla faldera, rabiosa, idolatrada en su casa”.
Para los sanjuaninos fue una directa alusión a la esposa del gobernador. Y Benavides podía tolerar cualquier cosa menos que se atacara a Telésfora, su esposa idolatrada, la mujer más buena del mundo.
Fue el último número de El Zonda, el sexto. La incontinencia verbal del Gran Maestro también sabía ser injusta y cruelmente dañina.
No obstante, Sarmiento permaneció en San Juan un año y cuatro meses más.
Pero su situación se hacía insostenible, especialmente por sus críticas a Rosas y sus contactos con quienes conspiraban desde Salta donde estaba Aberastain y La Rioja.
Fue convocado nuevamente a la Casa de Gobierno.
Benavides lo interrogó sobre su conspiración.
—He sabido que que ha recibido usted papeles de Salta y del campamento de Brizuela...
—Si señor, y me preparaba para traérselos.
—Sabía que le habían llegado esos papeles pero ignoraba que quisiera mostrármelos - dijo Benavides con sorna.
Sarmiento en efecto conspiraba.
Benavides era un gobernador manso pero también un caudillo. Y no podía tolerar que la casa no estuviera en orden, más cuando debía salir en campaña al norte del país. La tercera entrevista en la Casa de Gobierno, fue la última.
Sarmiento terminó encerrado en la cárcel ubicada en los altos del Cabildo, con centinela a la vista y barra de grillos.
El 17 de noviembre (de 1840) el comandante José Manuel Espina le preparó un simulacro de asesinato, que concluiría con la afeitada a sable del preso y su traslado a la cárcel de la planta baja. No obstante el vejamen no pasaría de una comedia pues el general Benavides lo salvó de aquella afrenta.
Finalmente Sarmiento obtuvo su libertad. Cuentan que fue doña Telésfora —a la que había ofendido Sarmiento— la que intercedió por él.
—Benavides, tengo que pedirte un favor- dijo a su esposo, llamándolo por el apellido.
—A una buena moza no se le niega nada. Pero depende de lo que sea...
—El favor se hace sin condiciones o no es favor.
—Bueno, concedido.
—Pues debo decirte que Sarmiento se halla en esta casa y quiero que lo hagas salir y llegar a salvo a Chile.
—¿En mi propia casa?
—Si Benavides, acá está.
El 18 de noviembre Sarmiento partió de San Juan, acompañado por Clemente, su padre, en mulas proporcionadas y aperadas por el propio Benavides, rumbo a Chile.
Al pasar por los baños de Zonda escribió su célebre frase “ont no tue point les idées”, repitiendo la sentencia de Fortoul. Poco antes de morir, el 22 de junio de 1888, Sarmiento le escribió una carta a su amigo don Ignacio S. Flores y en ella hace justicia a su viejo enemigo:
“En la casa de Benavides, su señora viuda pondrá el retrato más grande que tenga del general Benavides, a quien debe San Juan, por su moderación, que no se derramase sangre en su gobierno”.
Ya desde su exilio en Chile, el gran maestro había escrito: “Benavides es un hombre frio; a eso debe San Juan haber sido menos ajado que los otros pueblos. Tiene un excelente corazón, es tolerante, la envidia hace poca mella en su espíritu, es paciente y tenaz”. Salvador María del Carril, antiguo cabecilla unitario, no esperó la muerte del jefe federal para escribirle en 1852 una carta muy elogiosa en la que concluía diciendo, “usted en aquella época infausta, estancó la sangre que había corrido a torrentes y dio asilo generoso a los oprimidos sin amparo”.


La ciudad

Ciento dieciseis manzanas (trece cuadras de largo por nueve de ancho) pobladas por casas chatas y sin valor arquitectónico, componían la ciudad de San Juan en la época de Benavides.
Frente a la plaza se alzaba el edificio más importante: la catedral, coronada por sus dos torres y comenzada en 1712 por los padres jesuitas.
Sobre la calle del Cabido (actual General Acha), también frente a la plaza mayor, estaba el Cabildo.
La casa de Benavides, sobre la actual calle Santa Fe, vereda norte, entre Acha y Mendoza, servía de Casa de Gobierno y frente a ella, en diagonal, ocupando la manzana delimitada por las calles Santa Fe, Córdoba, General Acha y Tucumán, estaba el cuartel de San Clemente.
Todas las calles eran de tierra, no había casi árboles ni acequias y eran muy angostas (12 metros de ancho de pared a pared) y sin veredas.
Al llegar la noche, las calles sin iluminación se transformaban en verdaderas “bocas de lobo”.


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