Año nuevo. El balance

El poeta sanjuanino Rufino Martínez escribió para el semanario El Nuevo Diario una serie de textos que integraron la sección "La Gran Aldea". En ella pintaba San Juan como pocos lo recuerdan. El texto que aquí se reproduce está dedicado a un personaje llamado Pedro Piélago y sus historias con motivo del fin de año. Fue publicado en diciembre de 1986.

Año nuevo. El balance


Desde unos días antes de la Navidad, en que la familia reunida recuerda al Niño Jesús y abre sus corazones al amor, la gente se prepara para el análisis de Fin de Año y se promete hacer las reparaciones que el cuerpo y el alma necesitan: Dejar de fumar, beber menos, llegar temprano, no mentir, lavarse las orejas y todas esas reparaciones menores que necesita el negocio de vivir, aunque, a decir verdad, las más de las veces ¡el silencio necesita una demolición más que una reparación! ¡Qué lindo sería que para reparar el alma pudiéramos hacer como los comerciantes, pedir una convocatoria de acreedores y arreglar las cargas hasta el otro fin de año!
Pero, como eso no puede ser, tenemos que seguir arrastrando el déficit moral y acrecentando la deuda interna que esa si que embroma! De la externa que se encargue Alfonsín y el FMI que esta otra, para mí que no tiene arreglo y de fijo hay jubileo ¡en el jónca!
Yendo para la Difunta Correa, hacia la izquierda y metida en un cerro está la quebrada de los Flores. Hay unas aguadas y nacederos naturales y lugares aptos para el descanso, el esparcimiento, el darse un baño, hacer un asadito y meterle al chupe ¡que ahí nadie te controla ni te critica!
Un poco más arriba hay un puesto de cabras (o había) de don Pedro Piélago (aunque se me hace que el piélago era un apelativo) por lo que les voy a contar… que es lo que sigue: en mi mocedad solía ir seguido a esos pagos y, en una de esas idas, para fin de año, conocí a Don Pedro. Era un viejito petizo, de largas barbas, rechoncho, chueco y bastante desconfiado. Vivía en soledad, cuidaba de unas cabras y algunos vacunos que le pertenecían (y no trate de adivinar el origen) y que le daban para el sustento.
Don Piélago era desconfiado (como dije) medio avaro y desprolijo; no se llevaba bien con los alejados vecinos, de ahí que siempre anduviera solo, monologando incongruencias y recorriendo soledades para arrimar a las casas el ganado propio o alzarse con algún ajeno si venía al caso. Un 31 de diciembre de 1939, fui a la quebrada de los Flores y al atardecer me llegué a saludar a Don Pedro.
Lo encontré asando medio chivito (en verdad que el tufo prometía). Me invitó a sentarme; se metió al rancho y regresó con una damajuana de vino, dos panes y otro jarrito. Comimos en silencio y, parece que el hombre estaba algo preocupado… hasta que mediado el vino en la damajuana, y empujado por el alcohol me cantó esta increíble historia.

La historia


¡Aquí, como me ve, solitario y esquivado —empezó diciendo— no siempre ha sido así! Hubo un tiempo en que tuve familia y varios hijos, pero, los muchachos, me salieron malos y en la empresa de dejarlos ando. Pero temo que están tan metidos en mi que voy a morirme con ellos. Se puso nostalgioso y me sinceró: para todos los fines de año se me juntan los muchachos y empiezan a decir cosas que me dejan peor todavía. Miró las azuladas llamitas del retamo, llenó los dos jarritos de vino y continuó:
Mis hijos se llaman Pedro, Ignacio, Ernesto, Luis, Antonio, Gervasio y Omar y suelen visitarme seguido, más que todos en Navidad y fin de año. La gente suele no verlos... ¡y es como si un demonio viviera dentro mío! Culpa de ellos me aparté de la gente y habité la soledad y el resabio. Ya más de sesenta años llevo de lucha y empecinada porfía con el demonio... y no lo puedo vencer.
Don Pedro se quedó como mirando la noche, expectante y temeroso. Chistó los chocos que gruñían como esperando algo y, como acoquinados, se arrimaron en torno del viejo y, orejas tiesas y tensos esperaban algún peligro, como cuando va a temblar. ¡De pronto se distendió la cosa! El viejo se levantó lentamente, se arrimó al algarrobo que nos cobijaba y del gancho que pendía de una rama descolgó el otro medio chivito y lo puso sobre la parrilla, avivó las brasas. Preparó los trebejos del mate; de una alforjita volcó yerba en el jarrito del vino, lo llenó de agua tibia, puso la bombilla y sorbió largo y profundo el refrescante líquido.., luego me pasó uno. Luego, él otro y otro para mí y así habremos estado como una hora, el silencio era profundo y los lentos sorbos al mate, caían en nuestro interno como vivificante bálsamo.
De golpe nos había dado hambre de nuevo y volvimos al otro medio chivito, al pan y al vino. Los perros, de indefinidos pelajes y tamaños, esperaban que les revoleáramos las sobras y nosotros, masticando chivo y rumiando antiguos temores, esperábamos, como los perros, que algún habitante de la noche nos revoleara desde las sombras las sobras de la piedad y la misericordia.

¡Yo presentía los temores del viejo como si una cosa inmunda y peluda se hubiera metido debajo del catre!
Serían como las dos de la mañana, cuando, sin decir palabras, cada uno acomodó su catre, yo debajo del algarroba y el viejo bajo la galería del rancho y los perros al abrigo de los rescoldos. ¡La noche se cerró, como tapar un baúl y el sueño se descargó sobre nosotros como un hachazo, éramos como un sueño dentro del sueño!

La revelación


Cuando desperté, el alba clareaba la cresta del Pié de Palo. La quebrada exhalaba un vaho tibio y lechoso. Don Pedro encendería el fuego y los perros husmeaban alguna presa de chivo y me miraban como queriendo reconocerme.
Saqué un jarro de agua de la destilera, me lavé la cara y me fui a matear con Don Pedro. Al rato, como lo vi proclive a la conversación le pregunté: ¿Dígame don Pedro, qué fue de sus hijos? ¡Ya —me contestó— los maté a todos! Luego me aclaró: hace muchos años tuve como un sueño, le digo cómo porque nunca sabré si era dormido o despierto. Se me apareció una figura como de demonio y me dijo: “Pedro Sosa (que ese es mi nombre) vos tenés siete hijos y a los siete les has puesto nombres que invocan al demonio y por eso vos tendrás que matar a tus hijos, para liberarte de vos mismo y mientras cumplas este mandato no te llamarás Sosa, sino Piélago, que es el acróstico de los siete capitales’’:

Pereza
Ira
Envidia
Lujuria
Avaricia
Gula
Orgullo

“Como ves Pedro, vos a intención les has puesto a tus hijos Pedro de pereza, Ignacio de ira, Ernesto de envidia, Luis de lujuria, Antonio de avaricia, Gervasio de gula y Omar de orgullo y eso es un atrevimiento muy grande de tu parte ¡Guiar esas pasiones es tarea de demonios y aquí nadie nos quitará el trabajo, que para eso estamos en el sindicato! En eso se hizo como un trueno; una humareda, y el demonio desapareció. Desde entonces ando viendo si recupero el nombre de Sosa y por eso maté a mis hijos y ahora debo matarlo a Piélago. Me extrañó que terminara el relato medio riéndose.
Aunque supe que Pedro Sosa siempre fue soltero y nunca había tenido hijos y que tenía por gusto inventar cuentos para advertir a la gente ¡Y ya que estamos a fin de año y llegó el momento de las promesas, bueno es que recordemos a Pedro Sosa y tratemos de matar algún pecado capital!.
Piélago quiere decir “lugar del mar muy alejado de la tierra”... y en verdad que todos andamos muy alejados de la tierra... más bien andamos por las nubes de Ubeda ¿verdad?

¡Feliz año nuevo!