La decisión

El poeta sanjuanino Rufino Martínez escribió para el semanario El Nuevo Diario una serie de textos que integraron la sección "La Gran Aldea". El texto que aquí se reproduce relata un momento importante en la vida del autor. Fue publicado el 5 de junio de 1987.

La decisión
Rufino, vamos!... Y mi padre echó a andar por el sendero que de mi casa, a la orilla del pueblo, conducía al trabajo. Era la una menos cuarto y la tarea se iniciaba a la una. Mi padre era albañil, canchero y yo era peón en la misma obra. Habíamos venido a almorzar a las once. Después del puchero, mi padre hizo la acostumbrada siesta de media hora en un catre a la sombra del paraíso de la izquierda, y el imperativo ¡Rufino, vamos! se refería a que lo siguiera para iniciar la tarea de la tarde. ¡Vaya usted, yo lo sigo papá!.

Pero, estaba escrito que yo no lo seguiría. Cuando papá dobló la esquina de los Lorquiz y tomó para lo de Melchor se perdió su silueta tras un cerco de tamariscos. Retuve por un instante su estampa alta y musculosa; pantalón de pana; alpargatas; camisa de burda tela azul; faja negra, en la que metía el paquete de tabaco y el yesquero; pañuelo bataraz al cuello y gorra barata quebrada la visera. Su andar era pausado y armónico y los movimientos elásticos y seguros. Pensé que ya había llegado a la obra, escupido el pucho del armado caporal La Mariposa y había empezado a hacer el pastón de cal, arena y cemento.

La voz de mi madre me sacó del ensimismamiento ¡Rufino, ya es hora! Estaba parada bajo la acacia al lado de la galería; en la mano tenía un bulto de ropa anudado en un pañuelo grande. Me dio el bulto; con el rebozo se secó una lágrima, puso unos billetitos de cincuenta centavos en mi mano, me abrazó y me dijo: “Yo hablaré con tu padre, vete! ¡que Dios te bendiga!. Tomé los bajos de la loma y enderecé para la estación del ferrocarril. 

Cuando estaba a unas tres cuadras de la estación oí la campana de salida, la pitada y el tren que yo debía tomar ya estaba en marcha; corrí, pero, al llegar junto al convoy éste ya había tomado velocidad y no me animé a abordarlo. 
En pocos instantes estaba el andén vacio. Sólo quedaba, al lado de las vías, un pibe de quince años, con un bulto de ropas, unos billetes de cincuenta centavos en el bolsillo, unas ganas de llorar grande como el mundo y un tren B.A.P. que se perdía en el horizonte. 
Me senté en el borde del andén con las piernas balanceando sobre las vías. En la playa, un cambista ordenaba un tren de carga, el cambista me miró y me dijo:“¡Qué haces Rufino! ¿Perdiste el tren?”.Yo lo miré sin contestarle. Él añadió: “Endiez minutos sale este carguero para Mendoza” y me guiñó el ojo.

El viaje


Miré el monito con la ropa: un pantalón; una camisa azul grafa; dos pares de medias, tres pañuelos; un par de alpargatas negras; un pañuelo para el cuello; una camiseta de frisa y unos calzoncillos largos y abrigados... y en el bolsillo de la bombacha puesta, catorce papelitos de cincuenta centavos cada uno. Ese era todo mi capital y si descontamos la inexperiencia de mis quince años y el miedo que me invadía, seguramente no daba la imagen de quien abandona su hogar y se larga a conquistar el mundo. Pero, así era!

Estando en esas cavilaciones oí la pitada que anunciaba que el carguero estaba listo para salir. Tomé mis riquezas y en un envión ya estaba arriba de una chata que devolvía bordelesas vacías para Mendoza. El tren se puso en movimiento: taca tac, taca tac, taca tac y empezó a tomar velocidad.¡Sonamos —me dije— ya es tarde para bajarme! Me acomodé sobre un casco. Ya a la altura del cementerio, el paisaje ofrecía un claro que me permitió ver mi casa, allá lejos, y me pareció que mamá seguía tiesa bajo la acacia. Alguna chispa de la máquina debe haberme entrado en los ojos, porque se me llenaron de lágrimas. Cuando la visión del pueblo empezó a perderse, me escurrí entre las bordelesas, me senté sobre el monito y me puse a llorar. ¡Bonito principio para un conquistador!. A la tardecita el tren paró a tomar agua y enganchar unos vagones en Villa Unión. Me bajé a desentumecer las piernas con unas carreritas.

Cuando el tren se puso en marcha regresé a mi vagón, lo trepé ágilmente y caí al lado de mis pertenencias. Pero, tenía compañía, tres crotos, en la otra punta de la chata me miraban. Medio se me aflojaron las piernas; hice coraje y dije:¡Buenas tardes! ¡Buenas! me contestaron tres voces. Y una de ellas ¡Arrímate pibe, debes tener hambre! y me invitó a compartir un poco de fiambre y pan que estaban comiendo.

Al rato nomás ya éramos amigos. Supe que iban a Mendoza, a la vendimia. Eran braceros que venían del trigo y que recorrían todo el país de changa en changa. Ya se había hecho de noche; sobre mi atadito debí quedarme dormido. Al rato, entredormido, sentí que me tapaban con un poncho. Una voz gruesa decía ¡Cayó el hombre! Al ratito, el abrigo del poncho y las emociones del día me sumergían en un sueño pesado al que era inútil hacerle resistencia y me sumergí en él como en el regazo de mi vieja. El taca tac de las ruedas era la música más deliciosa del mundo. Perdí la noción de todo y me entregué al abandono.

Una frenada brusca me despertó. Aclaraba y estábamos en Palmira. Ahí habría una demora de varias horas, pues había que desenganchar vagones y volver a enganchar. Nos bajamos de la chata y cerca de las vías mis compañeros empezaron a hacer fuego para el mate. Después de unos amargos me dijo uno de mis acompañantes: ¡Pibe, andá al pueblo y batí la católica, hace falta azúcar y yerba!. Salí y “batí la católica” (bah… tiré la manga) en algunas casas. Regresé al mate con azúcar, yerba y algunas semitas.

Pitó el tren y abordamos un vagón. Al medio día el tren se desviaba y mis compañeros comprobaron que no paraba en Mendoza. Tomaba por Espejo y seguía para San Juan. En La Curva de Espejo, aminoró la marcha el convoy y mis compañeros se descolgaron atrás de los monos que habían arrojado primero. Yo seguí para San Juan.

La llegada
Caía la tarde cuando divisé los simétricos verdegales de los parrales de Media Agua. Ver aquel verde me emocionó hasta las lágrimas. Yo venía de una zona de sequía, vientos, cardos rusos y arenales y el milagro del agua de riego (que desconocía) tenía el encanto de un presentido maná.Casi sesenta años después rememoro aquello.

Hacía poco tiempo que la República se sumergía en una infamia que duraría medio siglo y ahora volvía a querer retomar la senda de la cordura. El muchacho que huía de la sequía y la arena, encontró el agua y la piedra, ¡Bendita tierra ésta, en que hay acomodo para todo! La cuestión es no dejarse estar y correr hacia el horizonte. (Como en las películas de Chaplin ¿vio?) Si perdés el tren tomate un carguero.






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