Cuando San Juan vivió una verdadera “guerra religiosa”

Sin duda, Salvador María del Carril es una de las figuras públicas que más controversia despierta entre los argentinos. La famosa grieta ya existía cuando la patria nacía y San Juan sería testigo de un hecho que puede calificarse de verdadera Guerra.

 Comencemos por los orígenes del personaje.

Salvador María José del Carril nació el 10 de agosto de 1798, en una casona patriarcal ubicada en la calle del Cabildo (hoy General Acha). Bautizado en la Iglesia Matriz como Salvador María José, era el cuarto hijo de una familia muy acaudalada.

Era un Carril emparentado por rama materna con los Larrosa y los Godoy, de antigua raigambre lugareña, lo que casi le permitía tutearse con los Jofré y los Cano de Carvajal, troncos de la hidalguía cuyana, según comenta un historiador.

Los estudios elementales los realizó en lo que se llamaba Escuela del Rey, destinada a formar únicamente a los niños de las mejores familias. Posteriormente fue enviado a Córdoba donde en la universidad Mayor de San Carlos (base de lo que sería la futura Universidad Nacional de Córdoba) se graduó como Bachiller en Derecho Civil y Canónico. Con el fin de poder optar por el título de abogado, se trasladó a Buenos Aires, ingresando en la Academia Teórico - Práctica de Jurisprudencia, donde realizó una práctica de tres años mientras desempeñaba un cargo administrativo en el ministerio de Hacienda.

Su regreso a la aldea natal fue todo un acontecimiento. Ahora San Juan era ya una provincia que precisaba gobernadores, ministros, jueces, diputados. Pero sobre todo precisaba un programa de acción, ya que los magistrados del nuevo Estado no iban a seguir con el recuento de los propios y arbitrios comunales o el otorgamiento de permisiones o licencias como en los tiempos coloniales.

El 19 de enero de 1822 se produce un movimiento revolucionario y asume el gobierno el general José María Pérez de Urdininea.
Como el general no era sanjuanino, inmediatamente comenzaron a conspirar contra él. Inteligente el hombre, designó en su gobierno a las máximas personalidades de ese momento. Primero nombró ministro secretario a Francisco Narciso Laprida, que acababa de presidir el Congreso de Tucumán y luego a Salvador María del Carril, un brillante abogado de 23 años.
Con estas designaciones, Urdininea apaciguó los ánimos y sentó las bases para lo que luego fue el Tratado de Huanacache que firmaron las provincias cuyanas. Pero resulta que el general fue convocado para ponerse al mando de la expedición al Alto Perú. Tiene que renunciar al cargo y la Junta de Representantes expide un decreto para que se hagan elecciones populares.

Así se realizaron las primeras elecciones populares (aunque selectivas) en San Juan.
¿Cómo fueron los comicios? Impecables.
Se dieron todas las garantías, no hubo presión ni fraude alguno. Y resultó electo gobernador un joven de 24 años que luego daría mucho que hablar: Salvador María del Carril.

Por aquellos años, San Juan tenía 26 mil habitantes, Mendoza 30 mil, Córdoba 80 mil, Buenos Aires 151 mil y Santa Fe 10 mil.
Del Carril modificó las estructuras del Estado, las leyes orgánicas de la administración pública, la cultura y la educación. Trajo la imprenta, obligó a que se publicaran los actos oficiales, defendió la libertad de pensamiento, organizó la justicia -creó el departamento de Justicia, base de este poder del Estado-, se preocupó por las cuestiones urbanas, fomentó la forestación -que casi no existía en aquellos años-, creó el Reglamento de Policía de Agua (anticipo de la Ley de Aguas), fomentó el desarrollo agrícola y se preocupó por las explotaciones mineras.

Es oportuno destacar que gracias a Del Carril San Juan fue una de las primeras provincias que tuvo imprenta.
Sólo poseían una prensa Buenos Aires, Tucumán, Mendoza, Córdoba y Entre Ríos.
La reglamentación sobre el uso de la imprenta disponía que cualquier particular podía utilizarla, pagando 20 pesos por la composición del pliego o entregando el papel y dejando el producido a beneficio de la misma. Con este sistema pudo editar El Zonda Domingo Faustino Sarmiento años después.

Pero no todo era color de rosa. El 6 de junio de 1823 comienzan los problemas cuando por decreto, el gobierno declaró la reforma eclesiástica, aboliendo el derecho que se cobraba sobre los óleos, secularización de regulares, desvinculación de bienes de manos muertas y releva a los fieles de llevar capilla y velas, todo de acuerdo con la Asamblea del año XIII.
Pero sería recién en 1825 cuando la crisis estalla. La reforma eclesiástica emprendida a pocos meses de asumir su gobierno se enlaza con la obra más admirable de Del Carril en San Juan: la Carta de Mayo.

Los historiadores coinciden en que no se trató de una constitución sino en una declaración de derechos del hombre, estrechamente inspirada en el ideario liberal estadounidense, que suscitó de inmediato una fuerte oposición entre muchos de sus conciudadanos.

Uno de los puntos más controvertidos de la Carta era la introducción, pionera en el país, de la libertad de cultos, medida en realidad simbólica, pues sólo había dos personas de religión no católica en todo San Juan, el médico y boticario norteamericano Amán Rawson, padre de Guillermo y Franklin Rawson, y Alejandro Taylor.

Junto con ella, expresaba varios de los principios que se harían infaltables en constituciones posteriores —como la igualdad legal o la prohibición de la esclavitud— aunque era mesurada en su aplicación; por ejemplo, no cambiaba el estatus jurídico de los esclavos ya existentes, limitaba el ejercicio de la libertad de expresión a no atentar contra la autoridad gubernamental, y aunque señalaba al pueblo como sede de la voluntad general, limitaba la representación política a los vecinos en una forma de voto calificado. Varios de los principios de derecho que introducía ya habían sido señalados de manera vinculante por la Asamblea del Año XIII.

Durante esta época editó el primer diario de San Juan llamado El Defensor de la Carta de Mayo El proyecto tuvo entrada legislativa el 6 de junio de 1825, por iniciativa del Poder Ejecutivo.
El día 11 se aprobó en general sin observaciones. Y lo mismo pasó con los primeros artículos, hasta que el día 23 de junio, todo cambio sustancialmente.
El presidente del cuerpo informó que había recibido del Poder Ejecutivo tres paquetes que contenían peticiones del pueblo. Básicamente, había más de 1.400 personas que pedían la sanción de la Carta de Mayo y 683 personas que solicitaban la no sanción de los artículos 16 y 17 como se habían presentado.

Un anónimo colocado en la puerta de la Casa de Gobierno el 1 de julio, fijaba posiciones sobre los diputados que no asistían a las reuniones: “El Ejecutivo con sus mañas y cohechos logrará por un momento sancionar lo que quiera, pero su caída está próxima.
¡Ciudadanos! Las leyes obrarán contra él pues habiendo jurado ante el pueblo soberano profesar y defender la religión católica, apostólica y romana, quiere a la fuerza y valido de las bayonetas, intimidar a nuestros representantes y despojarnos de ella”.

Entre los miembros de la Cámara había legisladores irreductibles en el tema religioso, que habían decidido no asistir a las sesiones. De un total de 18, votaron 12 con un resultado de 9 a 3 a favor de la propuesta. Finalmente el 6 de julio quedó sancionada la ley y el 13 promulgada por el Ejecutivo.

Los opositores a la Carta de Mayo ya no discutían. Habían decidido pasar a la acción. Atrás estaba evidentemente la inteligencia de otras personas escudadas en las sombras. Pero la acción corrió por cuenta de un sargento llamado Joaquín Paredes, al que apodaban “Carita”, secundado por otros dos sargentos, uno de apellido Moyano, al que apodaban el “Chucuaco” y otro de apellido Maradona, que era de raza negra.

El primer objetivo fue sublevar al cuartel de San Clemente, ubicado a una cuadra de la Plaza Mayor y sumar al movimiento a los presos de la cárcel. El paso siguiente, tomar prisionero al gobernador. En la noche del 26 de junio de 1825, Del Carril dormía en su casa cuando de pronto se vio ante dos hombres armados con fusiles y escuchó de labios del cabo de policía Francisco Borja Vasconceproclama una orden que no terminaba de comprender:
—Está usted detenido. Debe acompañarnos.
El joven gobernador intentó hacerles entender a sus visitantes la gravedad del hecho que estaban produciendo.
Vasconcelos lo interrumpió bruscamente y a los empujones lo sacó a la calle, llevándolo detenido al cuartel.

La ciudad ya estaba en manos de cabos, sargentos y presos
Si, las instituciones habían desaparecido.
La ciudad ya estaba en manos de cabos, sargentos y presos. Con este inusual “ejército” Paredes y su extraña corte sentó las bases de su Vasconceproclama:
“Los señores comandantes de la tropa defensora de la religión que abajo suscriben, tienen el honor de hacer saber a toda la tierra el modo como cumplen los mandatos de la Ley de Dios”, comienza diciendo.

El documento solicitaba en sus seis artículos:
1º)
Que la Carta de Mayo sea quemada en acto público, por medio del verdugo “porque fue introducida entre nosotros por la mano del diablo para corrompernos y hacernos olvidar nuestra religión Católica Apostólica Romana”.
2º) Que la Junta de Representantes sea deshecha y en su lugar se ponga el Cabildo, tal como estaba antes, y toda la administración de justicia.
3º) Cerrar el teatro y el café por estar profanados porque allí concurrían los libertinos para hablar contra la religión.
4º) Que los frailes se vistan de frailes.
5º) Sancionar en toda la provincia la Católica Apostólica Romana como la religión de San Juan.
6º) Imponer una contribución para el pago de la tropa. Una bandera blanca con una cruz negra y la leyenda “Religión o muerte”, servía de emblema.

Los defensores del gobierno intentaron el día 27 alguna defensa. Protagonizaron escaramuzas con algunos muertos y heridos por ambas partes pero ante la imposibilidad de resistir se replegaron hacia el Pueblo Viejo, Concepción. Allí fueron seguidos por Paredes y los suyos por los que no les quedó otra alternativa que cruzar el río y concentrarse en la Villa Salvador, en Angaco.
Del Carril había quedado solo y en prisión.
Pero advirtió la gravedad del momento, la que al parecer pasaba desapercibida para los dirigentes del grupo sublevado: “sin una autoridad a quien la soldadesca en armas insurreccionada respetase y obedeciese y con el peligro de un saqueo, de muertes, violencias y otros excesos y crímenes, procedan a designar un gobierno de hecho para ocurrir con prontitud a la seguridad y tranquilidad de la población”.

Ya no era una cuestión de ideas o legalidad.
Estaba en juego la seguridad de la sociedad.

Ese mismo día 27 se reunió parte del vecindario en la capilla de San Clemente, contigua al cuartel. Y proclamó gobernador a Plácido Fernández Maradona, uno de los ideólogos del movimiento subversivo. Este juró el cargo y designó ministro al presbítero José Manuel Astorga y depositó el mando de las tropas en Juan Antonio Maurín, antiguo capitán del Batallón Número 1 de Cazadores de los Andes.

Fernández Maradona pensó que estaba todo dicho y que la situación era irreversible. Mandó poner en libertad a Del Carril, exhortó a los defensores del gobernador electo a que volvieran a sus hogares y depusieran las armas y designó a “un hombre de mi entera confianza y militar acreditado de carrera” al frente de los efectivos sublevados, el comandante Manuel Olazábal.
Convencido de su accionar, el fanatizado nuevo mandatario escribe el 5 de agosto al gobernador de Buenos Aires, general Juan Gregorio de las Heras, encargado del Poder Ejecutivo Nacional, explicando que el movimiento revolucionario había estallado por el descontento de los vecinos “con la intempestiva sanción y publicación del papel titulado Carta de Mayo”. Y aclara que él se había visto obligado a tomar el mando “creyendo que así se cortarían las disensiones y se restituiría el país a su antigua pacificación”.
Mientras esto escribía y tal como lo pedía la proclama, la Carta de Mayo fue quemada en la Plaza Mayor y el departamento de Justicia en pleno, con sus jueces de primera y segunda instancia, que permanecían en Angaco, dimitieron conjuntamente. La ciudad permanecía bajo el estado de sitio.
No tardan en iniciarse tratativas entre los dirigentes que resistían en Angaco y el nuevo gobernador, que se concretan en el acuerdo del “Pedregal de Chimbas”. En cumplimiento de lo pactado el grupo armado se disolvió, jurando previamente mutua cooperación y defensa.

Del Carril, a todo esto, no permanecía quieto. Solicitaba ayuda al gobierno de Buenos Aires y propiciaba una asamblea para analizar la situación.
Un fraile dominico, Roque Mallea, le confió al oído que su vida corría serio riesgo. Ante ello el joven mandatario depuesto partió a caballo a Mendoza, amparado por un salvoconducto obtenido por el fraile.

Ya en Mendoza, Del Carril comenzó las gestiones para recuperar el gobierno.
El regreso del gobernador Del Carril no estaba solo en Mendoza.
Pronto se le unieron decenas de comprovincianos, entre ellos la plana mayor de su partido, conformando un verdadero gobierno en el exilio. Trata de interesar a los mendocinos para que intervengan en San Juan pues — argumenta—“el movimiento local representa un peligro para las demás provincias porque puede extenderse”.

Mendoza actúa con cautela. Del Carril se impacienta, sus adictos también.
Aceptada la renuncia, el diputado Ruperto Godoy propone que se deje de lado el mecanismo electoral y se designe por seis meses un gobernador el que gozará de facultades extraordinarias durante tres meses. Apoyada por unanimidad, la iniciativa se transforma en ley y resulta electo don José Navarro, presidente de la sala en ese momento.
Es así como la primera medida, siguiendo el consejo de Del Carril, es la formación de una fuerza militar, encargándose de tal tarea al comandante Nicolás Vega, militar español, unitario declarado, que formó parte del Ejército de Los Andes.

Las penas a los insurrectos
A José Santiago Paredes se le formó causa criminal. En octubre se conoció la sentencia que afirma que “su crimen está comprendido en el de alta traición”. Paredes había huido a los Llanos de La Rioja.
Enterado Facundo Quiroga de lo resuelto lo remitió inmediatamente a San Juan. Al clérigo Manuel Astorga se lo condenó a la pena de muerte pero por decreto se resolvió que “esta misma noche, dispensando la pena que tiene bien merecida, saldrá desterrado para el estado de Chile, quedando todos sus bienes conocidos en favor del erario público”.
El presbítero Dionisio Rodríguez “saldrá asimismo, debiendo perder sus bienes si antes no deposita en Tesorería la multa que le ha cabido”.
Salieron también desterrados el sacerdote José de Oro, Juan José Robledo y Manuel Torres.

Este artículo fue publicado en La Pericana, edición 195 del 20 de marzo de 2020 e integró la edición 1904 de El Nuevo Diario.



Bibliografía consultada:
-- Carte, Eugenio: Salvador María del Carril, patriarca de la patria, editado por Sociedad Franklin Biblioteca Popular, San Juan, 1958
-- Peñalosa de Varese, Carmen y Arias, Héctor: Historia de San Juan, Editorial Spadoni, Mendoza, 1966
-- Videla, Horacio: Historia de San Juan, Tomo III (Época Patria / 1810-1836), Academia del Plata/Universidad Católica de Cuyo, San Juan 1972
-- Martín Picón: Biografía de Del Carril
-- Bataller, Juan Carlos: Revoluciones y crímenes políticos en San Juan.


  

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Ilustración de guerra religiosa. Por Miguel Camporro
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