Se trata del rigor del protocolo americano que indica que la Casa Blanca no invita a jefes de Estado a la asunción presidencial.
Mauricio Macri no estará el 20 de enero de 2017 en Washington para participar de la toma de juramento de Donald Trump, el empresario multimillonario que está en condiciones de enterrar por al menos cuatro años una agenda geopolítica que pretendía cerrar la brecha entre ricos y pobres, ayudar a los refugiados, combatir los efectos del cambio climático y establecer acuerdos económicos multilaterales para profundizar la globalización del siglo XXI.
Trump designó un gabinete con banqueros que se hicieron multimillonarios aprovechando la crisis financiera de 2008, exfuncionarios con pasado racista, generales que rechazan la vía diplomática para resolver la crisis centenaria de Medio Oriente, fiscales que no consideran probadas las consecuencias del Cambio Climático y editores de medios electrónicos que publicaron noticias falsas para beneficiar la campaña electoral del candidato republicano.
Precisamente, Macri hizo un largo raid mundial para presentar una agenda internacional que está en las antípodas de la ideología dominante que detentan los futuros secretarios y directores que ejercerán el poder de Trump en la Casa Blanca y los alrededores de Washington. Es decir, el Presidente tiene un problema grave en ciernes: se adecua a la perspectiva de Trump o toma distancia y busca una alianza diplomática que reviva al Mercosur, establezca un tratado con la Unión Europea y fije reglas de juego precisas con China y su influencia en el Pacífico.
Los principales asesores de Macri sostienen que es posible apaciguar la ofensiva imperial que ejecutará Trump desde el Salón Oval. Creen que el pasado en común entre ambos presidentes servirá para acortar las diferencias y establecer una agenda común. Una falacia que llevará a un callejón sin salida: el mandatario electo ya estableció una pelea perpetua con los medios liberales –New York Times y Washington Post, entre otros- y con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la línea profesional del Departamento de Estado, por su decisión de enfrentar ciertas posiciones que el equipo de transición de Trump explicitó sobre la actuación de supuestos hackers rusos durante la campaña electoral.
Entonces, si Trump avanza contra el New York Times y la CIA porque no aceptan su discurso dogmático, no hay que haber leído a Henry Kissinger para saber qué hará frente a una negativa del gobierno argentino. Macri debe asumir que Trump no observa el mundo como Barack Obama, y que las relaciones bilaterales con Estados Unidos ya no están en un período de primavera diplomática. Aunque en las cercanías del presidente argentino se asegure que "hay onda" y que ambos presidentes "se tutean por el pasado en común".
Pero esta nueva coyuntura no debe implicar un enfriamiento de las relaciones entre Buenos Aires y Washington. Simplemente hay que tomar lo que llegue, fijar una equidistancia realista cuando la diplomacia de Trump comience a causar daño alrededor del mundo y buscar aliados que impliquen una señal hacia la Casa Blanca y una ratificación de la ideología que Macri estableció para su ejercicio de las relaciones exteriores.
En este sentido, el Presidente debe encontrar la manera de relanzar el Mercosur, pese a la crisis de legitimidad que asfixia a Michel Temer. Es difícil, pero Macri debe oxigenar al Mercosur, sin que ello implique apoyar a un gobierno que finalmente caerá por los casos de corrupción que involucran a sus principales figuras. Si Brasil no es rescatado, Argentina estará en condiciones de inferioridad para cerrar acuerdos con aliados de otros continentes.
