¡Don Fortunato, olé por la gracia!

El poeta sanjuanino Rufino Martínez escribió para el semanario El Nuevo Diario una serie de textos que integraron la sección "La Gran Aldea". En ella pintaba San Juan como pocos lo recuerdan. El texto que aquí se reproduce está dedicado a Don Fortunato Peláez, un inolvidable español radicado en San Juan. Fue publicado en noviembre de 1986.

¡Don Fortunato, olé por la gracia!


“Qué sabe naides lo que’s uno”. Corría el año 50, en un comedor provisorio (post- terremoto) que funcionaba en la calle Rivadavia, donde hoy es Banco San Juan, almorzábamos, una paella bastante mala y un vinillo bastante bueno, Don Fortunato Peláez y yo. Fortunato se lo habían puesto, pero, la gente lo llamaba Fortuna. ¡Y era una fortuna conocerlo y aprender con él!
Hablábamos de la vida y del cante, ese hondo resumen de la sabiduría y el sentimiento gitano y árabe que — me decía— debe cantarse con voz ronca, grave, confidencial y como si uno cantara para adentro, porque “eso, Martínez, es el cante, una dolorosa confesión, aunque cantes una alegría, que a veces es lo que más duele, porque, en definitiva, qué sabe naides lo que’s uno?”
Yo miraba, escuchaba y admiraba a ese hombre semianalfabeto que, en breves y sentidas estrofas, me imponía y señalaba toda la sabiduría de un pueblo y una raza eterna. Me posó un brazo sobre el hombro, hizo que mi oído se acercara a su boca y, bajito, como un ronco susurro, me traspasó con una saeta al Jesús del gran poder “El cachorro” que hizo se me enturbiara el vino; y la nuez de mi garganta, como una verde almendra, me inundaba de todo el dolor y la injusticia del Gólgota y la cruz. ¡Si señor, que sabe naides lo que’s uno!
Don Fortunato Peláez emigró de España a los 14 años. Corría 1907 y, Fortunato huía de la leva, del servicio militar y de las costas de Berbería. Dejó su dulce Granada y su extrañable Ugijar, sus toros de lidia y sus olivares y, dueño de su destino, enfíló hacia los inmensos trigales, los mansos bueyes de labranza, las infinitas llanuras, las peladas cordilleras, los ubérrimos valles de la vid y las acequias del canto y la frescura. Vino a la Argentina. Vino a San Juan.
Aquí se afincó y mientras lloraba su nostalgia, extrañaba su pueblo y cantaba sus esperanzas, tuvo tiempo a casarse, formar un hogar, tener siete hijos que, argentinos como el que más, se dan tiempo para cultivar sus raíces a través del cante y la hombría de bien. ¡Hermosa vida la de Fortuna, dar siete retoños de la vieja cepa para cimentar y apuntalar su nueva patria! ¡Si... qué sabe naides lo que’s uno!
Después de la saeta, siguió una petenera, otra por Caracol, otra por seguirilla, otra por fandango, otra... a las seis de la tarde nos fuimos a dormir la siesta.
¡Mi corazón, exultante, estaba lleno de toros, cantes y chatos!

Fortuna: La sal de la tierra.


Era don Fortunato un hombre de mediano para alto; el color cetrino y aceitunado (el color de la gitanería), caminaba erguido y su mirar era dulce pero severo. Escondía sus sentimientos bajo un manto de dureza, como si la dulzura fuera cosas de mujeres, pero, lloraba con una copla y se le quebraba la voz ante la emoción de lo bello y lo bueno, en fin.., ¡era como si adentro de un sapo viviera un lirio!
Su ingenio era famoso y tenía las más ocurrentes salidas ante las más desconcertantes ocasiones. Una vez acompañaba a un amigo muerto, que viajaba en el cajón.
Fortunato llevaba una de las manijas y, en el lento andar del cortejo dentro del cementerio, tosió con un asomo de ahogo, fruto de años de tabaco y alcohol y el peso del muerto que exigía un gran esfuerzo; la tos se repitió dos o tres veces; entonces un amigo que llevaba la manija del otro lado, le dice: ¡Fortuna, cuídate, que esa tosesilla no me gusta nada! Fortunato, sin perder la seriedad y prosopopeya del momento le contestó: ¿Esta tosesilla...? Y haciendo con el brazo desocupado un amplio y circular ademán hacia las tumbas y panteones que los circundaban agregó: ¡Ya la quisieran tener todos esos! Los irreverentes dicen que, de algunos panteones y tumbas, se escucharon unas risitas.
Alguien miente que una vez, allá por el cuarenta, había estado Fortunato en lo de Manuel Rosa, un comedor de la vieja feria, célebre por sus encuentros, anís número uno, buenos vinos y comidas y como también estaba Brígido Lorenzo “el canario” y otros amigos del cante y, a lo mejor ¡quién le dice!, estaba Pepe Monrreal, guitarrista de Marchena, pasó lo que tenía que pasar: pescado frito, abundante vino, repetidos anisados y mucha guitarra y cante y, como Fortuna era hombre de no aflojar, se hicieron las seis de la mañana sin afloje.

Terminó el jaleo, la feria abría su portón; los juerguistas, algunos se dirigían a sus puestos, otros a dormir la mona... entre ellos iba Fortuna... tieso, duro, perdida la mirada en el horizonte, el sombrero negro caído sobre la frente y, por esta vez, había perdido las zetas de su gracejo gitano y gastaba una hermosas eses. Caminaba por el centro de la calle… entonces se le acercó un agente de policía que lo conoció y le dijo: ¡Don Fortunato, tenga usted cuidado, que puede atropellarlo un carro! ¿Por qué no se sube a la vereda? Don Fortunato lo miró. Algo se le atravesó bajo el sombrero y mirando fijo al agente le dijo: ¿Por la VEREDA? ¡Gracias tú crees que soy equilibrista!
Una vez, en la Casa España, Fortunato integraba una mesa de juego de cartas. Entre las cinco piernas se contaba don Antonio Guerrero, otro hombre de la feria. A media noche Don Fortunato iba perdiendo y le preguntó a Guerrero si podía cambiarle un cheque de dos mil pesos. Aceptó Don Antonio y le preguntó: ¡Fortunato, este cheque tiene fondos? Y rápido Fortuna ¿Que si tiene fondos? ¡Tu vas al banco a las tres de las mañana y te lo paga el sereno!
Siguió el juego y como a las cuatro de la mañana don Fortunato era el dueño de la mesa, entonces Guerrero le dice: ¡Bueno, Fortunato, ahora que vas ganando y yo pierdo, cámbiame tu cheque de dos mil pesos. ¡Bueno, como no —respondió Fortunato y agregó— pero endósamelo tú, que yo no creo mucho en mi firma!
Alguien le dijo una vez, a raíz de una feliz humorada: ¡Que grande eres, Fortunato! Y el contestó ¡Uno setenta!

¡El viaje a Ugijar!


Como estas anécdotas hay miles. Nunca sabremos cuáles son ciertas y cuáles se le adjudican. Ese es un privilegio de los buenos, se vuelven leyenda y ya integran al pueblo y deben aceptar todo lo que el pueblo quiere. ¡La calumnia es el precio que paga la popularidad para no caer en el olvido!
Don Fortunato Peláez murió a los 84 años en 1977. Acá empezaba una trágica noche que no olvidaremos. Se me ocurre pensar que quiso morirse a tiempo, para no contemplar tanta infamia y tanto dolor. Había llegado a amar profundamente su patria adoptiva, la cuna de sus hijos y nietos. Éstos honran su memoria con el trabajo diario y contribuyen a hacer la Argentina que todos queremos.
En cuanto a Don Fortunato, debe haber cumplido el sueño que la vida te negó: volver a su Granada y su Ugijar. Debe andar por esos azules que dejó de niño y... cumpliendo el destino de todos los marcados, debe estar añorando estos parrales, estas ferias y estos amigos... pero volverá, aquí dejó todo lo que sigue siendo él.

Antonio Vargas Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
con una vara de mimbre
va a Sevilla, a ver los toros.

Esta cuarteta del inmortal romance lorquiano pinta de cuerpo entero a Don Fortunato Peláez. Llevaba la sangre de los faraones de la gitanería, los Heredia y los Camborios y el cetro de la altanería, la flexible y juncal vara de mimbre.

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