De pronto dejamos de pensar en románticas tardes de lluvias, en la letra de un bolero, en ganas de llorar o de reír sin motivos o simplemente, en tonteras con sabor de pequeñas complicidades.
Roberto me lo contó aquella noche en el restaurante, justo en el momento del café.
-Hoy estuve a punto de preguntarle. Pero me contuve.
-¿Qué ibas a preguntarle?
-Si era feliz.
Roberto es un profesional reconocido. Tiene poco más de 50 años y un buen pasar económico.
Los hombres, cuando salimos a cenar sin nuestras
mujeres, generalmente no hablamos de cosas personales. Ese es un territorio
privado, un ámbito sin espectadores, un hábito que heredamos de nuestros padres
y que a su vez lo heredaron de los suyos.
Pero hay veces, generalmente a la hora que el cuerpo se resiste a
irse a dormir sólo, en las que la boca toma vida propia, y comienza a modular
palabras que no pasan por la censura de la razón.
-¿Y por qué no se lo preguntaste?
-Porque tuve miedo…
-¿Miedo de su respuesta?
-Sí. Y
también de la mía si ella me lo preguntaba.
Susana cumplirá la semana próxima los 50. Treinta de esos años lo
ha pasado junto a Roberto.
-Ahora que lo pienso: nunca le pregunté si era feliz. Pero cada tanto vi en su cara expresiones, gestos, sonrisas que parecían indicarme que algunos momentos eran muy parecidos a la felicidad.
-Y si nunca se lo preguntaste… ¿por qué ibas a hacerlo ahora?
-Porque
hace tiempo que no veo esas expresiones. O acaso porque yo también me esté
preguntando si soy feliz.
Un mozo que
bostezaba y el gato de la casa ronroneando entre las mesas eran la única
compañía que teníamos cuando a las 2 de la mañana cada uno se fue por su
lado.
Yo pensaba en el poder de una pregunta, en la inmensa trascendencia que pueden llegar a tener dos simples palabras.
Con el tiempo los seres humanos aprendemos los sutiles matices que encierran las palabras.
Palabras que pueden replicarse hasta el infinito, manipularse, sacarse de contexto, malinterpretarse, doler toda una vida.
Así, nos vamos volviendo duchos en el arte de evadirlas.
Aprendemos que no siempre uno más uno son dos, que
estar con alguien no es garantía de sentirte acompañado, que la peor de las
cadenas es la que está en tu mente y que aceptar la derrota no implica
proclamarla.
Vamos cayendo en un autismo
que nos introduce en un mundo nuevo.
Casi sin darnos cuenta vamos preparando nuestras comidas, cultivando nuestras flores, eligiendo las corbatas sin pedir opinión como en otros tiempos, alimentando nuestras inquietudes, adueñándonos de nuestros silencios.
La casa se va transformando en un inmenso territorio baldío de caricias, de besos sin sabor a besos.
De pronto dejamos de pensar en románticas tardes de
lluvias, en la letra de un bolero, en ganas de llorar o de reír sin motivos o
simplemente, en tonteras con sabor de pequeñas complicidades.
Y todo eso ocurre casi sin darnos cuenta, sin percatarnos de su ausencia, sin una despedida siquiera. Si un desencadenante que remita a traiciones y lealtades, a perderte y encontrarte, a recelos o cataclismos, a minucias o proezas.
Pero eso nos inquieta menos que una simple pregunta:
-¿Sos feliz?
Tres meses después de aquella cena, volví a encontrarme
con Roberto.
-¿Siguen juntos con Susana?
-Seguimos
-¿Le preguntaste si era feliz?
-Ya es tarde.
-¿Por qué es tarde?
-Mirá, la gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de bienestar, de éxtasis, de festival eterno. Uno llega a la conclusión que no es así. Nuestra felicidad no depende sólo de nuestra pareja. Yo aprendí que también puedo ser feliz aunque esa felicidad sea distinta a los 50 que a los 20 años.
-¿Estás seguro?
-Esta charla me hace feliz, un viaje con amigos me renueva el entusiasmo, la visita de un hijo y los nietos me llena de dicha, una película, un libro, un buen vino…
-Pero hay un espacio vacío…
-Sí, hay momentos que se parecen mucho a una tarde de domingo, en una ciudad extraña y sin amigos…
-¿Y qué hacés en esos casos?
-Ya partieron los ómnibus que me lleven de vuelta. Además… ¿qué pasa si vuelvo y no encuentro a la persona que busco.
-Entonces…?
-Te voy a confesar algo: veo fotos viejas…
-¿Quién aparece en las fotos?
-Siempre
Susana y yo. Aquella Susana de la que sigo enamorado y a la que hoy, aunque esté
a mi lado, no puedo encontrar…