La educación de los sanjuaninos en tiempos de la Revolución de Mayo

   


En los albores del 1800, San Juan tenía un núcleo urbano de pocas cuadras. Sus calles y veredas eran muy estrechas, no habían árboles y tampoco acequias. Predominaban los caserones de adobe que tenían quintas y huertos, incluso en el área urbana.

Todo estaba rodeado de tapias bajas y atravesadas por surcos que servían para riego y llevar agua a las casas.
Por otro lado, estaban las costumbres sociales, la alimentación y la educación con características propias.


Según escribió el periodista Luis Eduardo Meglioli, "la Iglesia Católica cumplió la misión docente, especialmente con jesuitas. Así se desprende del trabajo “Residencia Jesuítica de San Juan de la Frontera”, del año 1655-1767, de Alfonso Hernández. No es extraño entonces que la ‘vanguardia de sus milicias’, los soldados de la compañía (N. del Autor: Compañía de Jesús), pusieran en práctica esas normas, siendo en San Juan los jesuitas los primeros maestros que consta en los archivos".

    

La creación de escuelas equivalía a “encender focos de irradiación permanente en medio de una larga noche de paganismo”. Pero, el autor admite, que carecían de los elementos indispensables y era necesario idearlo todo. Faltaban materiales y la mano de obra. Así, revela que antes de enseñar a los alumnos a leer, escribir y sacar cuentas, los maestros tuvieron que hacer de albañiles, carpinteros y pintores. Todos estos oficios había que desempeñarlos y las escuelitas surgieron como a la voz de un conjuro.

Hasta la Revolución de Mayo de 1810 la única escuela pública era la “del Rey”, que fue creada el 16 de enero de 1775 por la Junta Municipal de Temporalidades con los bienes y rentas de pertenecieron a los jesuitas. Desde ese momento, pasó a llamarse “De la Patria”. Estaba ubicada sobre la actual calle Mendoza, entre Mitre e Ignacio de la Roza, donde actualmente hay un hito de mármol que forma el “Camino de la Educación”. Esta posta fue instalada por la Municipalidad de la Capital, hace unos años.

También había una escuela privada. Los conventos de Santo Domingo, de la Merced, de San Agustín y la iglesia de los Jesuitas fueron los centros de irradiación de la doctrina Católica Apostólica y Romana. Además, allí se llevaban los registros de nacimientos y defunciones del lugar, como también los casamientos y bautismos.

En la época de la colonia, la Iglesia representó el lugar donde se formaba a los vecinos y se cuidaban las buenas costumbres. Tras la expulsión de los jesuitas, el Rey Carlos III intentó la reforma de los planes de estudios. Incluyó Filosofía Moderna, Ciencias Físicas y Naturales, estudios especiales de Matemáticas, al igual que los de Medicina. Así dieron lugar al “pensamiento científico”.

Desde casi un año antes de 1810, la Escuela del Rey contaba como director a Pedro Villarroel y como preceptor a José de Santelices, secundado por los agustinos Fray José Antonio Maurín y Fray Carlos Castro Zambrano. Además, había una escuela privada regenteada por el presbítero Manuel Gregorio Torres. Así, la Iglesia, “asistió a la ciudad desde sus pañales, fueron las primeras aulas coloniales de San Juan de la frontera”.


En cuanto a la educación, se puede decir que Carmen Peñaloza de Varese y Héctor Arias en “Historias de San Juan” recrearon con lujo de detalles lo que era la jornada escolar en la vida de los niños sanjuaninos en vísperas de mayo de 1810.

La obra describe que, cuando asomaba el sol, los niños se dirigían a la escuela. Toda la tarea se iniciaba con un campanillazo del instructor general que invitaba a arrodillarse y rezar la oración del día. Luego, había otro campanillazo para que se pusiesen de pie al lado del asiento y la tercera voz de mando, debían sentarse delante de la supuesta pizarra.

La enseñanza era de memoria, a fuerza de repeticiones. Desde las oraciones, la cartilla, el deletreo, hasta la tabla pitagórica, eran motivo de coros monótonos en el transcurso del día escolar. Los muchachos deletreaban a gritos, todos a un tiempo. Desde la puerta de la escuela no se oía, a cierta hora, otra cosa que una inmensa algazara y una voz más alta que gritaba: te, i, ti, u otra voz  de tiple que chillaba ve, a, ene, van.

De repente un grito, una pelea, todos callaban, alguien acusaba. Después el ruido peculiar de la palmeta, los gritos  del castigado, por un rato el silencio y de nuevo el deletreo. Para iniciarse en la lectura  empleaban las cartillas que era un silabario engorroso y monótono a base de deletreo y combinaciones silábicas. 

Si los niños lograban vencer las dificultades de ese método pasaban a un primer libro de lectura: el Catón. Este estaba lleno de oraciones, ejemplos de buen vivir y anécdotas. Como faltaban los libros, el maestro tomaba un ejemplar y el instructor general otro, después que éste leía, lo pasaba de mano en mano hasta que todos hubiesen leído, mientras el maestro, atento al suyo, corregía las faltas. Además de “El Catón”, de San Casiano, solían leer “El Catecismo Histórico”, de Fleuri y “El Catecismo”, de Ripalda.  

A la escritura se le concedía especial atención ‘porque a las plazas de pendolistas o secretarios, sólo se podía aspirar mediante los bien perfilados rasgos de una hermosa letra’.  No se conocía la pluma de acero ni las de ganso y de pato. Estas eran estimadas por su flexibilidad y se tallaban prolijamente para el caso.

La aritmética se aprendía con la ayuda de las tablas de sumar, restar,  multiplicar y dividir que se coreaban hasta aprenderlas de memoria. El maestro daba el tratamiento de usted o de señor al alumno y se aplicaba una disciplina de estricta obediencia.

Por sus faltas se los humillaba  con bonetes, orejas de burro y, por cualquier omisión o indisciplina, se les propinaba castigos corporales. La palmeta y el chicote fueron los auxiliares inmediatos. La palmeta era una especie de raqueta de madera con mango de 40 centímetros perforada. Servía para golpear las manos del muchacho travieso u holgazán. En aquella época el aforismo era: ‘la letra con sangre entra’.  

Monseñor Pablo Cabrera escribe en su “Cultura y Beneficencia durante la colonia” (Tomo I) que la falta de clase era castigada invariablemente con azotes a calzón quitado. En materia de exámenes, los buenos padres franciscanos estaban tan adelantados que se aproximaron a su tiempo en un siglo. No había pruebas y las promociones se hacían quedaban bajo los criterios de los maestros. Las vacaciones comenzaban en Navidad y terminaban el Miércoles de Ceniza. 

Sólo varones

En las aulas se aceptaban exclusivamente varones porque así funcionaban las reglas de aquel entonces. Solamente la juventud masculina disponía de algunos centros de cultura, pero también se sabe que las niñas recibían formación cultural mediante una instrucción informal en casas de familia a través de amigas, consideradas “matronas o beatas”. 

Alfonso Hernández afirma que la juventud masculina contaba con algunos centros embrionarios de Cultura, los cuales funcionaban anexos a los Conventos. “La juventud femenina, en su inmensa mayoría, vivía ayuna de letras y de ciencias”, exponía.

Religiosos y seglares sentían la necesidad de establecer centros docentes, pero carecían de los elementos indispensables. Con ello se obtendría un doble fin: los hijos de españoles y nativos, frecuentando sus aulas, además de la instrucción religiosa, aprenderían los conocimientos humanos indispensables para ser hombres útiles a la colectividad.

Las escuelas eran sostenidas por la comunidad fundadora y los maestros no recibían otra remuneración que un “Dios se lo pague”.

 

*Fuente: nota fue escrita por Luis Eduardo Meglioli y publicada en Diario Huarpe el 23 de mayo de 2022.

 

 

 

 

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El clero no sólo enseñó la doctrina cristiana, sino que también hizo un gran esfuerzo para transmitirles conocimientos humanos “arrancándolos de la ignorancia por considerarla su mayor enemigo”.
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