
Cada
vez más seguido nos enteramos de una familia amiga que se fue o está por irse.
Y es entonces cuando la ficha cae y nos llama a la realidad.
Hay
un San Juan del exilio, del destierro, del renunciamiento, del éxodo o como
usted quiera llamarlo.
Pero existe. Está. Es.
Ese
San Juan que no camina nuestras calles está poblado por obreros y empresarios,
por profesionales y hombres de la cultura, por militares y religiosos, por
jóvenes y viejos, por hombres y mujeres.
Vive
en Mendoza y en Santa Cruz; en Nueva York y en Barcelona; en Australia o en
Canadá.
Ese
San Juan de la ausencia está conformado por sanjuaninos que se fueron hace
cincuenta años y también por los que partieron ayer.
Son
parte de un patrimonio que se nos fue yendo muy lentamente.
Que se nos sigue yendo,
aunque no queramos verlo.
Los
habitantes del San Juan de la ausencia se fueron, en su inmensa mayoría, por
una misma razón: falta de posibilidades
en esta tierra.
Aunque
también están los que emigraron hartos de un país que tiene todo para ser rico
y se sumerge en la mediocridad.
Un
día, cuando el agua llegó al cuello o el barrilete de los sueños se quedó sin
piola y la angustia le ganó por 3 a 0 a la esperanza, juntaron sus cosas y levantaron
la carpa.
Primero
fue el éxodo del campo hacia la ciudad.
Luego
fue la provincia la que no pudo dar de comer a todos.
Y
cuando los escritorios públicos no alcanzaron para albergar tanta humanidad o
la falta de expectativas se adueñó del corazón inquieto, muchos se subyugaron con el canto de una sirena que prometió mejores
días lejos de casa.
San
Juan no constituye un caso inédito ni un ejemplo extremo en un país
acostumbrado a convivir con baúles y valijas.
Sin
ir más lejos pensemos en la Italia de la posguerra cuando el primer ministro
Alcides De Gásperi pedía a sus compatriotas que aprendieran otro idioma y
buscaran mejores posibilidades en el extranjero porque la economía nacional no
podía darles de comer a todos.
Fueron
tantos los italianos que tuvieron que emigrar que hoy hay tantos afuera como
dentro del país. Y cada italiano que emigró transmitió su cultura, sus hábitos,
sus comidas. Muchos de ellos lo hicieron
en esta tierra nuestra.
Y
lo mismo ocurrió con españoles, con libaneses, con inmigrantes que llegaron de
lejanos y casi ignotos países. Nuestros abuelos.
Pero…
¿sabe?
Nadie se conforma con
ver a sus hijos emigrar.
Cada
sanjuanino que se nos va es un capital humano, social, cultural y económico muy
grande que perdemos.
Somos millonarios
despilfarrando por el mundo empresarios, comerciantes, albañiles, plomeros,
locutores o agricultores.
Los
despilfarramos por el mundo y los despilfarramos acá, conformándolos con planes sociales, empleos innecesarios o eternas
carreras a la nada.
Porque
muchos de los que se fueron y la mayor parte de los que a veces miran las
valijas con un gran signo de pregunta, siguen ligados a esta tierra que los vio
nacer. Siguen pensando en volver… o en no partir.
Aunque
muchas veces –y hay que decirlo- tenga
que pegarle un cascotazo a la golondrina que se le mete en el alma… y opte por un
exilio interior no menos doloroso.
Fuente:
Publicado en El Nuevo Diario, edición
2138 del 5 de abril 2025