Ilustración: Miguel Camporro
Al principio fue una simple aproximación al prócer.
Prócer, para la mayoría de los historiadores, es sinónimo de hombre
inmaculado, un personaje lejano, ajeno a nosotros, simples mortales. Un ser
que sólo habita en estatuas, libros, documentos, himnos.
Recuerdo que cada vez que se acercaba el 11 de septiembre las profesoras de
música de nuestra niñez se sentaban al piano y nosotros arrancábamos con la
canción:
Soberbio, hijo del Andeeee
Brilla sobre su cumbreeee
Y al mundo da a su lumbreeee…
Después venían los discursos.
Y Sarmiento era el niño que estudiaba a la luz de una vela, el que nunca faltó
a la escuela, el de la higuera de doña Paula…
Las lecturas poco agregaban porque para los autores de libros escolares los
próceres son seres casi de historietas, personajes perfectos que viven
historias fantásticas y que trascienden no por sus obras sino por ser
ejemplos de moral y buena conducta.
Y menos las estatuas, como la que presidenuestra plaza principal y
muestran a un apacible anciano acariciando la cabeza de un niño.
Con los años comencé a abrevaren otras fuentes.
Y fui descubriendo la cal del hueso.
Advertí que aquel Sarmiento de los actos escolares no era el personaje
elemental que nos habían contado.
Descubrí que necesitaríamos vivir mil vidas para poder hacer todo lo que hizo
Sarmiento en una.
Que aquel comprovinciano nuestro tenía la pasta de los tipos geniales.
Y por eso estuvo un siglo adelantado a su época.
Y en la medida que más me detenía leyendo sus libros o investigando su
historia, descubría el verdadero Sarmiento, sin duda el más grande escritor
argentino del siglo XIX, el más fogoso periodista, el mayor educador y un
estadista adelantado a su tiempo.
Descubría, por ejemplo, que durante su gobierno construyó 1.117 escuelas (una
cada dos días contando sábados y domingos), más la escuela naval, más el
colegio militar. Y en un país donde más del 70 por ciento de la población era
analfabeta, decretaba que la primera política de Estado sería la educación.
Y los resultados de su obra se vieron.
Cuando asumió el gobierno, en 1868, sólo 30 mil niños cursaban la escuela
primaria. Al terminar su mandato en 1874 esta cifra ascendía a 100 mil.
Pero además, impulsó la ley de protección de las bibliotecas populares, reformó
los programas de estudio y trajo maestros de Estados Unidos, estableció el
sistema métrico decimal, organizó la Exposición Nacional de Córdoba de
maquinaria agrícola e industrial, fundó el Observatorio Astronómico, creó el
Banco Nacional, la Academia de Ciencias y el Museo de Historia Natural.
La red ferroviaria, pasó de 573 kilómetros en 1868 a 1331 en 1874; se tendieron
5000 kilómetros de líneas telegráficas y en 1874 inauguró el cable
transoceánico.
Organizó la Contaduría Nacional, creó el Registro Nacional de Estadísticas y el
Boletín Oficial.
Las ideas de Sarmiento desbordaban su época.
Ya en aquellos tiempos era el primer minero y cuando fue gobernador de San Juan
comenzó a desarrollar las minas del Tontal. Y adelantándose a pueriles
polémicas actuales, fue también el primer ecologista y proyectó los bosques de
Palermo en Buenos Aires, parque que sigue siendo el pulmón que sostiene la
inmensa urbe, con el Jardín Botánico y el Zoológico.
Era tan inmenso en su acción y su pensamiento que podía redactar una ley
reglamentando las carreras cuadreras en
San Juan y al mismo tiempo advertir que era necesario poblar el territorio argentino. Y fue así como durante su presidencia llegaron al país alrededor de 280.000 inmigrantes, la mayoría europeos. Y se habilitaron los puertos de San Pedro y Zárate, se nacionalizaron los correos provinciales y se estableció la Colonia de Chubut.
¡Cómo no admirar a un hombre capaz de tamaña obra!
Cómo no admirar a un escritor que aún hoy nos deleita con sus libros.
Pero mal estudiado y peor enseñado,
Faltaba algo para que la admiración por el escritor y el estadista se
transformara en real amor, afecto o como quiera llamarse por aquel
viejo gruñón que aparecía en las figuritas escolares preocupado sólo por la
educación.
Faltaba un retrato completo de Sarmiento, algo que no había encontrado en los
historiadores que se limitaban al Sarmiento de las frases y los documentos como
pobre argumentación para odiarlo o alabarlo sin límites.
Lo confieso: fue a través de dos libros, Aurelia, la amante de
Sarmiento, de Araceli Bellota y Cuyano Alborotador, de García
Halmiton que un nuevo Sarmiento apareció ante mis ojos.
Porque leyendo esos libros advertí que mal que le pese a los amantes de
próceres con figuras amilbaradas y una estatua a cuestas, Sarmiento fue
ante todo un hombre. Y como tal, capaz de equivocarse, de ser despótico y
especulador.
Que amaba, que odiaba, que sabía dar y recibir ternura, que tenía un sexo inquieto
y se enamoraba como un joven, incluso siendo anciano; que tenía, en fin,
problemas comunes a los normales. Y que se sobreponía a ellos.
Que para comprenderlo es imprescindible estudiar su época, conocer sus luchas
analizar a sus adversarios y por encima de todo eso descubrir que sólo un gran
ideal, una gran pasión pueden hacer que un hombre común, nacido en una
provincia pobre e ignorante, se transformara, como dijo Carlos Pellegrini en
“el más grande cerebro que ha dado América”.
Esa imagen completa, del Sarmiento estadista y humano, escritor y
enamorado, despótico y pasional es la que tiene una real trascendencia. Porque
nos demuestra que la historia la hacen hombres, no estatuas.
Fuente: Publicado en El
Nuevo Diario, edición 2161, del 13 de septiembre de 2025