¡Feliz año Nuevo!

Papá olía a tabaco negro, saracas y vino carlón. ¡Nunca ningún Edén tuvo un perfume tan delicado! Cuando me alzó en sus brazos, para llevarme a la cama, me sentí tan protegido, como si mi papá fuese todos los padres del mundo. La Cruz del Sur, estaba ahí nomás, a la vuelta y encima de los eucaliptus; al pasar bajo la acacia, estiró un brazo y sacó de la bolsa un puñado de castañas. Me llevó hasta la pieza y, suavemente, me depositó sobre el crujiente colchón de chalas. Empezó a invadirme una pesada modorra. Lo último que recuerdo fue que puse las castañas bajo la almohada, ví que la fornida silueta de papá cruzaba la luz de la lámpara y entonces el sueño me tragó en un tierno y protector misterio. ¡Sabía que había ángeles que acompañaban a papá y dormían conmigo!

La jornada había sido ajetreada aquel día de fin de año de 1925. Unos días antes habían llegado de Galicia el hermano y la hermana de mi padre y era el primer fin de año que pasaban con nosotros y en América. Habían traído en sus maletas y baúles parte de Galicia y del cabo Finisterre, así que el aire, en casa, esos días abundaba en olores a sardinas, arenques ahumados, castañas asadas y cocidas y mamá en la cocina no daba abasto en hacer fiyóas, asar arenques y cocinar castañas. Todo era puro recuerdo; averiguaciones sobre parientes y amigos y el espeso y tonificante vino carlón reemplazaba el añorado “vino da terra” de la lejana Galicia. En la sobremesa la bondad del carlón y el del Miño eran tema de largas conversaciones entre el recién llegado tío y mi padre. Yo me quedaba largos ratos oyendo el cadencioso ritmo del idioma galaico que, años después, Rosalía de Castro y Valle Inclán me harían amar y rescatar de mi ancestro.

En una de las sobremesas mamá recordó los inmortales versos de la insigne gallega:

 

Dávanse vicos as pombas

Voaban as anduriñas,

Xugaba o vento c´as herbas

Pobradas de margaritas

 

Y as lavandeiras cantaban

Mentres la fonte corría.

 

Ay aires, airiños, aires,

Airiños da miña terra,

Ay aires, airiños, aires,

Airiños, leváime a ela..

 

Años después, cuando aprendí a degustar y amar a Rosalía de Castro, entendí el porqué el gallego es tan melancólico (o melancónico) y entendí el porqué de la morriña y el porqué a veces, de niño, sorprendía a mi madre (miña nay) llorando en los rincones.


Temprano nos levantamos a inaugurar 1926. El día había amanecido fresco y una suave brisa del sur mecía el cerco de tamariscos en flor. El patio estaba salpicado de cáscaras de castañas y algunas gallinas se entretenían en picotearlas en busca de restos del sabroso fruto. El perro, Capitán, nos observaba desde el molino y miraba con cierto recelo al tío recién llegado.


Pasadas las once, mamá y tía Antonia sacaron al patio la rústica mesa de pino, la colocaron bajo la acacia y empezaron a traer desde adentro de la cocina las vituallas para preparar el almuerzo de mediodía. Sentado en una silla baja y a la sombra de un paraíso, yo observaba la escena del rito de preparar los alimentos. ¡Rito en el cual mamá y tía ponían la dedicación que el buen pastor debe poner en preparar la sagrada misa! Un espeso y cadencioso parloteo en gallego regalaba a mis oídos la cadencia de la ancestral lengua paterna. En esa posición hubiera pasado horas, si mi madre no me hubiera llamado solicitando mi ayuda en la atención del fuego y espantar las gallinas que se empeñaban en aprender a preparar la empanada gallega. ¡No hubiera sido nada que miraran, lo malo es que se empeñaban en probarla!

El almuerzo fue bullicioso y lleno de sabores coruñenses. Tío José María, que tocaba la gaita atronaba el aire con los sones de una muñeira; mi padre estrenando alpargatas (alparajatas) blancas miraba al hermano y reía y lloraba. Mi madre se levantó de golpe, se sacó los zapatos que tiró bajo la mesa, se plantó en el medio del patio y casi gritó ¡José María, echa una jota! Papá se levantó del banco, se puso frente a mamá, se ciñó la faja negra a la cintura, acomodó el yesquero y el tabaco en ella, miró a José María y dijo ¡Echala! El gaitero hinchó los carrillos; llenó los pulmones de aire y de pronto la brillante y cristalina voz de la gaita, perforó el aire del mediodía. Mi padre y mi madre, como electrizados, se movían rítmicamente al compás de los añorados sones. Eso no era bailar, eso era gritar con las entrañas y los pies, era como si conversaran con la tierra; como si protestaran de la inmensidad del mar que los separaba de sus rías, de sus lluvias, de sus inmensos bueyes y que los separaban de sus antiguos muertos. El roncón de la gaita lloraba un melancólico alalá.


Cuando tío dejó de tocar, mamá y papá pararon de golpe, se abrazaron en medio del patio y se echaron a llorar. Todos los imitamos, que para final de una fiesta no es poca cosa ¿verdad?


1926 había empezado bien, cuando la gente llora de dicha es señal de salud, de cuerpos vigorosos, de corazones limpios y de mentes sanas. ¡Sí, 1926 iba a ser un buen año. Ya se había llorado, ahora vendrían las risas!.

 

 

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Ilustración: ¡Feliz año Nuevo!