¡Bichofeo!

 Tibia y acogedora era la mañana. Al salir a la calle y al sol, la estridencia del canto de un bichofeo me saludó desde la elevada aguja de un verde pino de la casa de enfrente. Elevé la vista al árbol y allá, sobre la más alta rama, un plumón de luz me repitió el saludo: ¡Bichofeo!. Yo presentí que el pájaro me miraba y que estaba esperando, aspiré aire, fruncí  los labios y le largué el silbido: ¡Bichooofeo, bichooofeo!  Se estremeció el asiento del ave y del luminoso bultito me llegó, me pareció que más cálido –como humano- el retruque del pájaro: ¡Bichofeo! El saludo se repitió varias veces y me pareció una conversación entre un ser del aire, del vuelo y otro ser de la tierra, del apego. De pronto la rama del pájaro se arqueó, el animalito dio dos aletadas, tensó las alas y planeó, majestuosamente, para el lado del naciente, hasta que entró en el sol y lo perdí de vista.


El ¡bichofeo, bichofeo! Seguía en mis oídos y, ¡qué quiere que le diga!, parece medio ateo, pero, aquel diálogo con el ave me supo a gloria. Algo así como si hubiera estado hablando con Dios; algo así como la primera comunión, como oler los yuyos del pago, o divisar, a lo lejos, el humo de las chimeneas del pueblo. Del pueblo de uno.


El pájaro se había colado para el sol; yo, que no podía volar, colé para mis adentros, me metí en la sangre y bajo las moreras de un decadente y otoñal ocre, sintiendo bajo mis pies la sístole y diástole de la tierra, llegué hasta la plaza General Paz y me senté en un banco. Me senté a contemplar el indefinido color de los tilos que empezaban a vestirse de invierno. Así estuve largo rato. Y era como si el mundo se hubiera acabado. Como si únicamente, en la faz de la tierra, quedaran mi corazón y los tilos, como únicos elementos para fundar un nuevo cosmos. Como si Dios comprendiera que tal vez a este mundo le estuviera haciendo falta la sangre de un corazón y el perfume de un tilo. ¡Un solo corazón y un solo tilo para refundar al mundo! Sentí una gran alegría, solamente se necesitaba la sangre del hombre, el olor de la madera y el perfume de la flor y el corazón de las cosas.


Debo haberme quedado dormido. Cuando desperté, el mediodía golpeaba mi piel y al lado mío estaba sentado un viejito, que me pareció muy extraño. Cómo llegó al banco, no lo sé. Nada en él denotaba algo extraordinario; parecía de porte mediano, la tez trigueña, el pelo corto y canoso, la barba de varios días. Calzaba mocasines marrones, viejos, jean azul, desteñido por el uso, camisa blanca y una camperita azul de tela barata. Era un hombre vulgar, salvo por la mirada: una extraña sensación producían esos ojos de un tenue celeste verdoso. Cuando fijaba la vista en uno, daba la impresión de que no miraba, que esos ojos atravesaban los cuerpos y la visión se perdía en el horizonte. Era como si el tiempo estuviera mirando, pero en una forma aterradora, como si te observaran desde todos los puntos del espacio y vos fueras el centro de la esfera. Me sentí como un bichito en la platina de un microscopio. Esos ojos: ¿de quién eran, por qué esos ojos habían ocupado a ese hombre y estaba en mi banco, a mi lado?.


Yo presentí que esos ojos no tenían nada que ver con ese hombre. Era como si esos ojos hubieran tomado a ese hombre para llegar hasta mí. Eran ojos atemporales, ojos que no miraban; preguntaban. Me dio un poco de miedo y me corrí en el banco. Levanté la vista hacia las copas de los tilos y así estuve un rato. Sentí la presencia de esos ojos a mi lado, entonces lo miré; él, como yo, también miraba los tilos.
De pronto di un sobresalto y caí en la cuenta: ¿Qué había visto? Me levanté, enfrenté al viejo y, tomándole la cabeza con las manos lo miré a los ojos ¡Dios mio, el viejo tenía mis ojos! Eran mis ojos que me miraban desde la profundidad de los ojos del viejo. Me dio como un vahído. Tanteando me senté en el banco, un sudor frío me invadió y sentí el pánico en mi cuerpo. Largo tiempo debo haber estado en ese sopor. Cuando logré calmarme, alcé la vista hacia los tilos y, con asombro y temor vi que el color del follaje había cambiado de tono, que se había tornado celeste verdoso y que mis ojos, mis nuevos ojos, atravesaban ese follaje, y atravesaban los edificios, los suburbios, los lejanos cerros; atravesaron una cordillera, atravesaron un océano; vieron palmeras y ojos rasgados, hombres amarillos, hombres con turbantes, y vieron pampas, estepas, hielos, bosques… Después todo se apresuró y como en un torbellino, vi todas las cosas y que yo era el ojo de esa tormenta. Debo haberme desmayado.


Cuando volví en mí, el viejo había desaparecido. Desde la copa de los tilos un pájaro celeste y verdoso me gritaba ¡bichofeeeo!.


Al pasito lento regresé a mi casa. Instintivamente trataba que la gente no me mirara a los ojos. Cuando llegué a la casa, corrí al baño y, desesperadamente y como con miedo, me miré al espejo. Con un suspiro de alivio vi que mis ojos seguían siendo azules.

 

 

 

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Ilustración: Bichofeo