Peladita y el basilisco

 Peladita llamábamos a una pollita de riña que se había criado medio guacha. Era de plumaje rojo y azul con algunas plumas verdes. Había nacido de un huevito regalado y que mamá agregó a una nidada de la batarasa. Era de ver cuando la batarasa llamaba a los pollitos luego de destapar un gusano o descubrir una semilla, Peladita, al primer cloc, ya estaba al lado del bicho. Los hermanitos, más grandes y más torpes, solían  pararse en seco y, en semicírculo, como abombados, contemplaban a la hermanita menor cómo egullía el gusano o la semilla de un solo picotazo y de inmediato urgía a la batarasa por más vitualla. ¡Sí, Peladita estaba bien aperchada para ganarse la vida! Si hubiera sido hombre creo que llegaría a presidente. Al menos en casa todos la habríamos votado (cosas peores hemos hecho) le aseguro. Pasó un  tiempo y la peladita se había acostumbrado más a estar  con la familia que con sus hermanitos. ¡Pobre, no la culpo, hay un dicho: “¡Tiene menos sesos que una gallina!” Claro que ese dicho también podría aplicarse a algún político pero, ésta es otra historia.

Peladita llegó a ser imprescindible en las reuniones familiares, en las mateadas bajo la acacia, ella era la primera en estar y, cuando mamá se sentaba en la silla baja y empezaba el mate ella, era la inspectora, celosa de sus funciones, saltaba al regazo de mi madre, se paraba al lado de la yerbera y, abriendo los ojos, torcidita la cabeza para un costado y haciendo un movimiento de vaivén con el largo y pelado cogote, acompañaba  la trayectoria de cada cucharadita de yerba o azúcar que iba al mate, se retiraba un poquito cuando el agua caliente entraba al mate y, luego cuando la cebadora había pasado el porongo, Peladita, de un ruidoso salto aleteado ya estaba en la falda del tomador y lo observaba, orgullosa, como si fuera ella misma quien estuviera cebando. Si alguno de los muchachos (mis hermanos) se sentía molesto, agarraba a Peladita y diciéndole ¡basta! La ponía en el suelo, ella se alejaba gangoseando su enojo y al ratito, no más, volvía a la rueda, enderezaba para el molesto o se desquitaba de la ofensa tironeando, con el pico, la pollera si era mujer  o deshilachando los flecos de las alpargatas si era varón. Todo eso acompañado de un infernal cloqueo que, imagino, sería la más nutrida exposición del lenguaje ofensivo de los gallináceos.
Luego trepaba por la acacia, de ahí se largaba al techo y desde el borde del alero seguía con su retahíla y así podía estar las horas, hasta que mamá la llamaba. Entonces se dejaba caer del techo, se arrebujaba a la falda de mamá, se tapaba con el repasador  y ahí, solita y ofendida, se quedaba dormida. ¡Pobre Peladita, en sus sesitos de pollita, no cabía la idea de que la estábamos “cachando”!


Enero estallaba en chicharras; los milanos del cardo como las cigüeñas, desparramaban la vida en la tibia y ávida tierra; la alfalfa, en flor, perfumaba el campo y los pechos colorados trajinaban el aire en busca del grano o el bicho para satisfacer el persistente piar y la inmensa boca abierta  del pichón: pequeño velloncito de pelusas; principio del vuelo y del canto. Era un verano piadoso, había llovido a la necesidad del campo; las cosechas habían sido abundantes y el ganado, sobre la verde alfombra lucía lustroso y satisfecho.


Mediaba la tarde y, tendidos sobre la gramilla, comíamos una sandía que papá había refrescado envolviéndola en una lona mojada y puesta al oreo del sol y la brisa. Las negras semillas de las rojas tajadas, eran arrojadas a la ansiedad de las aves. Los animalitos campujaban las semillas y las engullían ávidas y expectantes y se quedaban quietos y esperando más. A pocos pasos de allí, sobre un fuego de leña de vaca, hervía una gran lata de choclos con sal, alimento para el cerdo… y los muchachos. Fue cuando Paco preguntó: “Mamá ¿y la Peladita que no la veo con las gallina?”. Mamá dijo: “Debe estar echada en algún nidal, pues es tiempo que ponga –y agregó-  no se arrimen a ella si la ven, es la primer postura y ¡a ver si le sale un basilisco! Yo ya sabía la historia: “si te miraba un basilisco, que nacía de un huevo chiquito de polla primeriza, ese año te morías ¡así de simple!, salvo, claro, que el basilisco muriera ese mismo día.


Terminó la merienda, se cocinaron los choclos que nosotros compartimos con el cerdo, pero, en orden invertido: primero dimos comida al puerco, luego comimos los muchachos: “…el orden del factor no altera el producto” y todos quedamos contentos. En un claro del barullo yo me escabullí de la reunión y me dediqué a buscar a Peladita. Bajo un tamarisco y entre unas matas de haba había hecho el nido; me acerqué, ella me miró, hizo: ¡Cloc! ¡cloc! Y se quedó quietita, me arrimé, le acaricié el lomito y suavemente la alcé. En el fondo del nido tibio y emplumadito, había unas cascaritas y al lado una lagartija: ¡El basilisco! –pegué el grito-… y mamá y los muchachos se vinieron al humo. Yo temblaba ante la inminencia de mi pronta muerte. Mamá me miró a la cara y algo debe haber visto, levantó a Peladita del nido y metiendo la mano levantó entre el índice y el pulgar el cuerpo muerto de una lagartija, me la mostró y dijo: “Rufino, todavía no vas a morir, ésta es la cena de Peladita! El alma me volvió al cuerpo.

 

 

 

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Ilustración: Peladita y el basilisco