La langosta

Como un homenaje a los grandes columnistas que pasaron por sus páginas, El Nuevo Diario reedita algunas de las notas que Rufino Martinez escribiera en su sección La Gran Aldea entre 1986 y 1992.

El día era bochornoso. Un viento suave y caliente había soplado del norte y elevado la temperatura a una marca desusada. El almuerzo de ese mediodía lo habíamos hecho bajo unos paraísos, cerca del molino.

Era domingo y eso le permitió a mi padre una horita más de siesta. A media tarde mateábamos todos, mis padres sentados en las sillas bajas y los muchachos sobre la gramilla y enfrente de la huerta. ¡La huerta!. ¡Estábamos orgullosos de ella!. Era el fruto del trabajo de toda la familia y de los descansos de papá, que los ocupaba en sembrar y aporcar surcos y regar plantas, con una bomba de mano y el agua transportada por los muchachos en horas libres. El agua se llevaba en pesadas latas de veinte litros que habían contenido nafta.

Con esos rudimentarios medios teníamos una huerta que era ia envidia de los vecinos y el sustento de la casa. En eso estábamos, contemplando el verde de los árboles, el color de las frutas ya en sazón, la lozanía de las verduras de boca. De vez en cuando algún canto de chicharra rompía el silencio de la tarde. El aire estaba quieto y había amainado el calor del mediodía. Alguna urraca, desde la cima de un eucaliptus par­loteaba incongruencias y oteaba el horizonte que, hacia el sur, se había vuelto demasiado quieto y presagioso. La mirada de mamá, tierna y pacífica, miraba la quinta y de la quinta volvía la mirada a mi padre que, con la tabaquera entre los dedos anular y meñique, liaba un cigarrillo de tabaco negro; encendía el yesquero y sorbía una inmensa pitada que luego exhalaba suavemente. En sus ojos azules se reflejaba la satisfacción del ser simple que cumple con sus trabajos y cría sus hijos. Por un instante se cruzaron las miradas de los viejos y era como si la gloria se hubiera detenido en el aire, entre mate y mate.

En eso el aire se quedó quieto y amenazante. Los perros y las gallinas empezaron a inquietarse; el gato, corrió de las faldas de mi hermana y se internó en la casa. Muchos pájaros venían del sur y en inmensa bandada volaban para el norte; a esa bandada se agregaban los pájaros de nuestra quinta. ¡Las chicharras callaron en seco!      ¡Un zumbido lejano agitaba el cielo! Lanzados como un resorte, todos nos levantamos a la vez, corrimos hacia cielo descubierto y escudriñamos el sur. ¡Una interminable manga de langostas, espesa, atronadora, ame­nazante, se nos venía encima! Mi padre gritó. ¡Muchachos, las latas rápido! Mi madre se había echado a rezar. El cielo ennegreció y un temor ancestral paralizaba nuestros corazones.

 

Corrimos hacia las casas; unos tomaron unas latas de riego, otro una olla, una sartén, cualquier cosa que hiciera ruido y con ramas cortadas de un paraíso hicimos unos palos y empezamos a batir improvisados tambores hasta atronar el aire de la tarde. Hacia el sur de la quinta cayeron las primeras langostas. Caían pesadamente y se posaban sobre el follaje de los árboles, o tocaban el suelo con un golpe seco y apagado o ayudaban al ruido cuando rebotaban contra las latas que hacían de tambores.

La manga pasaba alto, pero, la cola se posó sobre nuestra quinta y a lo largo del pueblo, todo era una masa verde masti­cando y avanzando lentamente. La plaga había abarcado hasta donde la vista alcanzaba. El atronar de las latas y tambores había sido inútil y fue cesando paulatinamente a medida que comprendíamos que ya no valía la pena. Un rato después ya no se escuchaban los tambores. ¡Salvo el de algún niño pequeño que se entretenía redoblando y extasiado ante las langos­tas!

Sudorosos, abatidos, la familia había dado término al deses­perado esfuerzo y se fue reuniendo en el patio de la casa. Mamá preparó una sangría que, al bebería, era como un bálsamo de frescura y sosiego. Papá, afirmado a un eucalipto, con­templaba el desastre y su mirada se perdía, lejana y sola; pensé que en esos momentos debía estar junto a las rías de Ferrol en su amada Galicia.

De a poco empezaron a alzar vuelo las langostas, para luego elevarse en una espesa nube siguiendo el derrotero del norte. Algunas gallinas correteaban a las retrasadas y de un certero picotazo las engullían. La urraca venía del lado del cementerio y se posó en el eucaliptus; el gato contemplaba con curiosidad una langosta y quería juguetear con ella. Mi padre contemplaba la devastación. Había desaparecido el verde como si hubiera pasado un invisible invierno. Las ramas de los árboles, sin hojas y raídas parecían extraños fantasmas. La huerta, literalmente había desaparecido.

Allí estuvo mi padre como una hora. Miraba el desastre. De pronto enderezó para el galpón de las herramientas y salió de él con una azada al hombro, llegó a la quinta, se salivó las manos, tomó el azadón y se puso a abrir un surco. Mi madre lo miraba; sacó un brasero al patio y se puso a preparar la cena. Los muchachos, con rastrillos, limpiábamos la huerta de raíces, tocones pelados y langostas retrasadas.

Al caer la noche estábamos cansados y en torno a la mesa se comentaba lo sucedido como si perteneciera a un lejano tiempo. La familia estaba en marcha; nada había cambiado. Mamá hablaba de criar un cerdo y papá de plantar maní “que ahora era el tiempo”. ¡ No había pasado nada que no remediara el trabajo!.


Rufino  fue sin duda uno de los más grandes escritores y poetas que San Juan dio en el siglo XX.  Sus mejores trabajos en prosa fueron publicados en El Nuevo Diario y varios de ellos conformaron un libro llamado precisamente La Gran Aldea, memorias del corazón.

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