¡Adiós, Pancho!

A francisco Sabatié, que hace unos días se fue a cazar guanacos.

Don Federico tomaba el fresco en la vereda, hablaba con su perro manto negro y saludaba a los parroquianos que íbamos cayendo al frescor de la tarde, atento, el maitre Bortot levantó el pedido. Yo me quedó mirando a Federicho Stein, el concecionario del City Hotel, que seguía conversando con su perro. Parecían dos alemanes educados platicando del tiempo y la cerveza. Una idea rara se insolentó en mi mente: ¿ Quién había habitado primero Alemania, el alemán o el manto negro? La ocurrencia me hizo sonreír; luego medité que no era tan descabellada. En ninguna otra raza se da el completo entendimiento y la sólida simbiosis entre el homo sapiens y el cánido como en el alemán y el manto negro, pura casualidad?... andá a saber. ¿Lo que Dios teje déjalo ahí... El sabrá! La modulada e imperativa voz de Bortot me trajo a la realidad: ¡Servido, señor Martínez11 Y dejó sobre mi mesa una botella de cerveza y dos dorados, apetitosos Carlitos.

Corría 1952, Alemania empezaba a olvidar la pesadilla de Hitler y San Juan aún esperaba el dinamismo de Marino Bartolomé Carrera. Paridad de destinos (que le dicen) ambos habían sufrido un terremoto, el de acá fue telúrico, y la naturaleza siempre sabe lo que hace; el de allá lo hizo un hombre y el hombre nunca sabe lo que hace. Volví a algo más grato, la cerveza y los Carlitos: llené un vaso alto y delgado de espumosa ceveza, lo llevé a la boca y dejé que el refrescante líquido bajara en rítmicos tragos por mi garguero; el amargo del lúpulo y el acre de la cebada hacían vibrar mis tripas en ávidos rezongos de primitivos goces, eché la cabeza atrás para el último sorbo, cerró los ojos y volqué el resto. De refilón vi que una mano grande y huesuda emergía desde mis espaldas, tomaba los dos Carlitos y los elevaba, mientras una voz entre gruesa y salpicona exclamaba: Salud flaco, qué vidurria, no?” Reconocí la voz, me di vuelta y ya la mitad de los Carlitos habían desaparecido en las insaciables fauces de mi amigo Pancho Sabatié.

Esa era una de las formas (de las más suaves) de saludar de Panchito. Las otras formas componen una antología de la forma más primitiva de ocultar los sentimientos, tras una máscara de rudeza e improperios. Pancho simulaba ser un hombre primitivo y, en cierta forma lo era. En su corazón desnudo se retorcía la ternura por falta de salida y entonces, incapaz de la caricia, recurría a la rudeza. Tenía muchos y buenos amigos que lo querían, pero, si a cada uno le preguntaban porqué, no sabrían qué contestarle. ¡A Pancho se le quería o se le rechazaba, como al viento, al agua, era algo genuino pero incalificable!

Pancho era nieto del ingeniero Francisco Sabatié que, junto a Aubone, Langlois, Jaquemen, Guillemain, Dubois y otros que omito, vinieron, en la segunda mitad del siglo pasado a hacer su inestimable aporte al progreso de la industria y la vitivinicultura sanjuanina ¡Fue un valioso aporte de la eterna Francia a través de sus hijos! A los nietos de esa estirpe pertenecía Pancho y sus amores, su querencia, era Calingasta, o más bien Tamberías. Allí, en Tamberías tenía la casa paterna y a ella volvía con frecuencia “a cargar las pilas”. Amaba el paisaje, la montaña, los ríos y la agreste y sufrida fauna y flora de estas sequedades. Conocedor de los vericuetos de la cordillera y de los pastos y revolcaderos bel guanaco, solía con frecuencia, salir de cacería. No se solazaba en la matanza, sino que gustaba del sabor dulzón de un lomo de guanaco o de una pioana de avestruz y, sobre todo, amaba el placer de aguaitar la pieza. El, también, en cierta forma, era un inocente guanaco perseguido. Su instinto, su ser, debe haber temblado de miedo entre los ruidos de la selva ciudadana que lo oprimía. No sé, digo, me gusta imaginarlo así: tímido, acorralado animalito que, en cada ventana de la ciudad veía aparecer el cañón de una carabina. Y por eso buscaba ¡a soledad de la montaña y por eso encontró cobijo en el corazón de cada amigo.

Hace poco tiempo murió Pancho. En la barra del supermercado y en la mesa del Douglas extrañamos sus brusquedades. Su forma de ser. Era como un niño que, para demostrarle al tío serio que lo ama, se arrima, le pega una patada en la canilla y sale corriendo ¡SI, así era Pancho!

El otro día conversábamos con Escudero y Guardia y decíamos: ¡qué lindo sería que Dios hubiese ubicado a Pancho en un Tamberías celeste, lleno de guanacos y avestruces y le hubiera regalado una hermosa mula para meterse en las quebradas, subir las cumbres, vadear los ríos y atisbar el guanaco y el avestruz a la vuelta de cada nube! ¡Cómo gozaría Pancho, como gozaríamos los amigos al saber que Pancho goza! Eso sí, pedimos a Dios que, en vez de carabina le haya dado a Pancho un puñado de tiras rojas y blancas para que cace al guanaco y ei avestruz como to hacían la gente de antes: arriándolas aúna quebrada y cerrándoles el paso con los puros trapitos nomás.

“No mates vicuñas con armas de fuego, Coquena se enoja —me dijo un pastor—"
Frag. J. C. Dávalos

 

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