Quiroga... el de los jueves

Entonces vivíamos en la calle Brasil entre Catamarca y Santiago del Estero. En la esquina de esta última habla un gigantesco aguaribay y por eso le decían la esquina del pimiento. Era una esquina de barra brava, de muchachada camorrera y chistes gruesos. Después del anochecer las mujeres la esquivaban. ¡Pobres, no saben los chistes que se perdieron!.

Era la década del 30. Recuerdo que mi madre, sobre el aparador de la cocina, guardaba, celosamente, una caja de té, vacía. Esa caja durante años fue mi admiración y mi encanto. Era una caja de lata, rectangular y con tapa con bisagras. En los colores predominaban el azul y el oro formando flores y filigramas; en los costados laterales el dibujo de una anciana, no recuerdo si cosiendo o bordando. La anciana tenía lentes "abuelita” y una cara armoniosa donde descansaba la paz del mundo.

En esa caja, mi madre guardaba las sisas de las compras y alguna monedita que podía regatear al magro salario que entraba en la casa. Esas moneditas, cada semana formaban unos pesos que mi madre distribuía sabiamente entre cuatro a cinco "rusos” que, casi a uno por día tocaban la puerta y se Nevaban su pesito semanal. Gracias a ese sistema de compra, en casa se podía vestir... y a veces comer. ¡Mi padre abominaba de los “rusos”, mi madre los adoraba! (en el buen sentido de la palabra). Recuerdo al “turco de las narices” y al “ruso” Quiroga, que hace poco murió y que era más criollo que el machacáu. Ese proveía de muebles.

Los jueves ¡Todos los jueves! como al medio día nos caía Quiroga (no el de los muebles). Se oían tres golpecitos en la puerta de calle y una vocecita suave y plañidera que decía: Buenos díaaaas... aquí está Quiroga, el de los jueeeves! Mi madre salía a la puerta y le entregaba (religiosamente) una monedita de diez centavos. A veces acompañaba a la monedita algún sanwiche, una tajada de melón o algún pastelito, o si hacía mucho frío lo hacía pasar y le convidaba un plato, de sopa (enfriado con pan) que, Don Quiroga aceptaba y sorbía con la dignidad de un duque.

Era Don Quiroga un hombre más bien bajo, tipo criollo; cenceño y curtido pero de magras carnes. Era ciego o debía ver muy poco; caminaba tanteando el piso con un bastón; era sumamente educado y vestía con ropas humildes pero limpias. Parco en palabras, recibía la limosna como quien te da algo.

SALDAR LA DEUDA

En rueda de mesa comentábamos las cosas del día y mi madre dijo: “No sé qué es pero, es como si faltara algo”. Mi hermana dijo: “¿No será que Quiroga no viene?”. Y ahí caímos en la cuenta del vacío que se producía. Echamos cuentas y calculamos que debían ser como cuatro jueves que no nos visitaba don Quiroga. En eso estábamos, era jueves y, en ese instante, precisamente, se escucharon tres suaves golpecitos y la clásica: ¡Buenos díaaaas... aquí está Quiroga, el de los jueeeeves! Nos quedamos tiesos. Mamá se acomodó el delantal, fue a la cajita de té Gartmore y a pasito ágil arrancó para la puerta.

La vimos volver a prisa, ir a la cajita y retirar cuatro moneditas más de diez centavos y, a pasito ágil, volver a la puerta. Al ratito volvió mamá, se sentó a la mesa y reía suavemente. ¿Era Quiroga —preguntamos a coro— qué le había pasado, estuvo enfermo?

Mamá tomó la sopa, medio con dificultad porque continuaba la risita, luego dijo: “Sí, estuvo enfermo, pobre, casi se muere, ya anda bien”. ¿Y esos dos viajes a la cajita? ¿Qué, le subió la cuota? Continuaba la risita y en eso dijo: “Cuando le di los diez centavos don Quiroja (así con jota jalleja) me dijo: ¡Doña Antonia, me está debiendo cuarenta centavos de los jueves que falté! ¡Volví a la cajita y se los di... no sin antes pedirle disculpa por la demora!

Todos reímos, pero, así eran las cosas entonces. La mendicidad se ejercía por una necesidad: entonces era un derecho. No como ahora que existe un sindicato y el pedir es una costumbre y un negocio. Salvo las lamentables excepciones.

Continuaba la sobremesa y en eso oímos que frente a la puerta paró un carruaje y seguidamente dos golpes fuertes a la puerta. ¡Zas —dijo mamá— es el turco de las narices que hoy le toca! Fue a la cocina (antes gritó a la puerta! ¡ya voyyyy!). De la cajita con la abuela sacó unas monedas, las contó, miró la caja a ver si había más. Cerró la cajita y la posó sobre el aparador. Salió a la puerta y oímos que el de las narices le decía a mamá: “Doña Antonia, acá hay sesenta centavos nada más, faltan cuarenta”. Mamá miró al de las narices y —riéndose— le dijo: “¡Eso va a tener que cobrárselos a Don Quiroja” (con jota jalleja).

El de las narices miró y no entendió nada, pero, si lo decía doña Antonia, ella sabría. Que así se usaba entonces la mendicidad y los créditos ¡Si había, había y si no, no! Entonces no había tarjetas de crédito y sindicatos de pedidores. Pareciera que Dios andaba menos ocupado y podía atender esas menudencias.

GALERIA MULTIMEDIA