José Dolores

Las brumas de la leyenda desdibujaron los perfiles del hombre y surgió el mito. Todo lo que ocurrió antes de las velas y la fe, pertenece al área de las suposiciones. Lo que es difícil deducir es saber qué del hombre y qué del mito será el saldo en el tiempo.

Parece que venía de familia numerosa, donde pueden darse el lujo de destinar un hijo para la adoración. Pobres como el que más, debían desde chicos pelearle a la vida y, a veces, pelearle a la vida es la muerte.

De varios hermanos, se conoce a José Dolores, hombre de a caballo y de cuchillo. Dicen (es mejor no mencionarlo) que fue, a principios de siglo, una especie de Robin Hood cuyano. Que robaba a los ricos para dar a los pobres. De eso, los vestigios no son muy claros, aunque nos autoriza a creerlo así el hecho de que fuese perseguido por la policía y todo el mundo sabe que la policía ni cuida de los pobres... ni persigue a los ricos. Claro eso es una suposición. No verifica una costumbre, más bien es una apreciación del perseguido: el derecho a la bronca.

Parece que José era inclinado al baile, la pulpería y el chinitaje. Cosa muy de moda entre los mozos de su tiempo y que no desluce su historia. No debemos olvidar a un mucha­cho llamado Agustín de Hipona, que tenía similares inclina­ciones, pero que luego hizo méritos para escalar alturas hasta ubicarse en celestes reverencias.

José Dolores compensaba su inclinación a los placeres con un corazón bondadoso y una piadosa inclinación a la justicia (aunque a veces su concepto de la justicia fuese muy personal y expeditivo). La verdad es que la gente empezó a quererlo y darle protección y escondite en sus desacuerdos con la policía. Así fue tejiéndose la leyenda y el hombre, como obligado, se vio forzado a responder a la bondad y esperanza que empezaba a nombrarlo.

En las noches, en los fogones, se hablaba de él y no debe haber faltado alguna chinita que lo quisiera y alguna viejita que le rezara. Para los chicos era un cuento y para los grandes una pesadilla, cuando no una esperanza, hasta que llegó el momento que los acontecimientos fueron más grandes que el hombre. Una vez, una partida, empecinada, le dio alcance y lo arrinconó en un patio, el hombre (como Moreira) quiso saltar una tapia y lo acribillaron a balazos por la espalda. Parece ser que el hombre muere de frente, los que matan por la espalda siguen con un permiso para seguir viviendo. La muerte fue una parodia. Nadie muere de espaldas.


El mito

Se ignora quién le encendió la primer vela y quién le dedicó el primer rezo. La cosa fue que la gente empezó a creer

en él y a adjudicarle cierta cuota de beneficio por sus misterio­sas intervenciones para aliviar angustias y remediar males.

Un niño se moría. Los yuyos y tos remedios no hacían nada; la madre lo encomendó a José Dolores y el niño se compuso. ¿Casualidad? ¡Vaya a saber! Pero eso, en el vecindario afirmó una fe, creó algunas esperanzas y apuntaló algunas vacilacio­nes. A otro lo salvó del servicio militar; a un tercero lo curó de un dolor de espalda, a otro le salvó la amputación de una pierna y así empezó a armarse el rosario milagrero.

Hoy, escalada cierta posición en una dudosa jerarquía, José Dolores acumula méritos y ofrendas en una especie de santua­rio que sus seguidores le han erigido. Indudablemente que el venerado gaucho capitanea corazones y esperanzas y parece ser cumplidor con sus seguidores.

Se me hace curioso imaginarlo en cierto reino de a pie y con alítas perforadas a balazos. El, que fue tan de a caballo y definidor de peligrosas situaciones, debe andar, el pobre, mezquinándole el bulto a sus aludos colegas, pues como todo hombre de a caballo, sufrirá la afrenta de andar a pata (“en Chile y de a pie” —como diría Sarmiento). Merecía el honor, como ciertos generales del paganismo, que lo enterraran con su caballo.

No obstante y a pesar de andar a pie por las celestes praderas, parece que cumple, como el que más, con la enco­miosa misión que se le ha asignado. Dios se vale de infinitos caminos para hacer oir su silenciosa voz y sembrar la fe y el amor entre los hombres. José Dolores es uno de los elegidos para esa causa. Sus seguidores así lo han entendido y por eso le dedican sus amores que, al final, son dedicaciones y amores que redundan en mayor gloria para el Señor.

Los Gauchos de José Dolores, que le rinden culto desde la alta grupa de sus pingos, deben tener conciencia del alto favor que le brindan al venerado, que, seguramente, desde el encum­brado alero de alguna nube, más de alguna vez se le debe haber nublado la vista creyendo reconocer, entre la caballada de sus gauchos, al tordillo que en vida fuera la otra mitad de su ser y que ahora le está faltando.

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