Cristóbal Macías

El poeta sanjuanino Rufino Martínez escribió para el semanario El Nuevo Diario una serie de textos que integraron la sección "La Gran Aldea". En ella pintaba San Juan como pocos lo recuerdan. El texto que aquí se reproduce está dedicado a Don Cristóbal Macías. Fue publicado el 30 de junio de 1987.

Cristóbal Macías


Ninguno de los que interrogué supieron decirme de qué parte de España era. Es fácil imaginarlo castellano por su estoicismo y andaluz por su imaginación. La verdad es que se acriolló en nuestra precordillera, subió a sus cimas, bajó a sus hondonadas y aprendió a querer sus formas y sus gentes.
Don Cristóbal Macías era mediano, tirando a alto, de color trigueño, quemado por los vientos, los soles, los fríos; tenía el color del paisano de la montaña y sus mismos hábitos; hasta que hablaba, se lo confundía con uno más de los nuestros.
Era imposible imaginarlo sin el caballo: una yegüita zaina que, al pasito, hacía habitualmente el recorrido desde Uspallata a Iglesia. Ida y vuelta, vuelta e ida ¡vaya contando los kilómetros! y así todo el año. Sin prisa y sin pausa, como la estrella. Don Cristóbal vestía a la usanza de los del lugar. Bombachas o pantalones holgados; camisa de tela basta; pañuelo al cuello; saco y sombrero de fieltro en invierno y pajizo en verano. El recado era de bastos, con varias calchas; dos árganas, grandes, cantimplora y lazo.
Las árganas (grandes) siempre iban cargadas; de ida con latitas de anilina Colibrí y algunas vituallas para el viaje. De vuelta, con lo que quedaban de latitas y algunas cositas que había cambalacheado. Así todo el año, siempre a caballo, al tranquito. Lo imagino dormitando soledades y rumiando recuerdos. A veces se desviaba de la ruta trazada y se metía por una quebrada a hurgar piedras y escarbar vetas en pos del mineral que siempre busca el solitario en la montaña. Le había picado el bichito del minero y ¡créame! esa es una telaraña difícil de sacársela: una porque es muy pegajosa y otra porque sarna con gusto no pica. Y así entre vender anilinas y buscar tesoros se le fue pasando la vida; se les fue, a la yegüita también; pero, empecemos por el principio.

Salía don Macías de Uspallata, al tranquito de la yegua y enderezaba para el lado de Barreal visitando cuanto rancho había en el camino. Entonces se hilaba y se teñía la lana para las labores de telar; allí ofrecía sus anilinas y se instalaba en el rancho o la casa si se hacía la noche. Desensillaba la yegua, ordenaba que le dieran agua y pasto y reparo y se incorporaba a la mesa con la dignidad de un huésped esperado. Siempre era bien recibido y esa hospitalidad la pagaba con creces contando cuentos, recuerdos y “consejas” de su lejana España. Oírlo era un entretenimiento para los mayores y un encantamiento para los chicos. Relataba sus andanzas con grandes pausas; como revolviendo en el canasto de papeles de la memoria. Después de cena y mientras la madre y las muchachas hilaban o tejían y el patrón y los muchachos escuchaban atentos, Don Macías recordaba cosas de sus mocedades y contaba de sus andanzas y aventuras de su época carlista.
Que yo sepa, no hay mejor moneda para pagar la hospitalidad que encender la imaginación y reavivar el fuego del espíritu, máxime en gentes de esas soledosas latitudes donde, por lo general, los únicos entretenimientos suelen ser las diarias tareas de la casa y del campo y el contar cómo pasan los días y llegan las noches, siempre iguales. ¡Allí es siempre bien recibido el viajero que trae otros paisajes y narra otras cosas! Y así era don Cristóbal: un narrador de historias y un enlace y correo entre los esparcidos ranchos de su dilatado imperio de vendedor de tinturas y comprador de corazones.
Luego de cruzar la Pampa del Leoncito caía a Barreal, Tamberías, Calingasta, Villanueva, Tocota; cruzaba por el Puntudo la pampa del Tigre para salir a las ciénagas de Hualilán y luego Iglesia, las Flores, Pismanta, Rodeo, Tudcum, Angualasto y tanto rancho disperso en esas soledades; siendo siempre divisada con alegría su estampa recia y acriollada; sus ocurrencias y sus anilinas La gente lo recuerda con respeto y amor y son innumerables las anécdotas que corren entre los lugareños.

Ese fue Don Cristóbal Macías, cuando hacía esos menesteres allá por los 30 y 40. Un día no vino más. Debe andar, al tranquito de la yegua, recorriendo soledades azules; internándose en las nubes y reapareciendo en ranchos angélicos y ofreciendo tinturas para teñir alas de angelitos... para hacer más pintoresco el cielo. ¡Buen viaje, don Cristóbal, déjele una docena de latitas a un tal San Pedro, para que remoce el arcoiris y nos lo prenda más seguidito!

GALERIA MULTIMEDIA