Recordando a un gorrión

Dos kilos de merluza! —pedí—y seis plateados, brillantes pescados, pasaron del cajón con hielo a la balanza y de ésta a unas hojas de diario viejo y un papel de estraza (por la higiene ¿vio?) me hicieron el clásico envoltorio que todo el mundo sabe que llevás pescado, pagué y salí para la calle. La mañana estaba fría, había helado. Por lo menos —pensé— si el pescado no era muy fresco, estaba bastante frío. Saludé a don Roque Gallerano que en la vereda conversaba con dos hombres y seguí mi camino. Me fui pensando si Gallerano y sus contertulios estarían hablando de política. ¡Qué sutileza, no?! Y recordé el viejo aforismo: “¿Y dónde Irá el buey que no are?" En casa y mientras mi mujer preparaba el pescado yo me puse a juntar y quemar hojas del jardín. Al rato el delicioso 'tufilllo del pescado frito flotó en el aire y anuló el primitivo y ancestral olor de las hojas quemadas; el estómago dio un respingo, segregó algunos jugos y me empujó, siguiendo mis narices, hacia el origen del tufo. En la cocina, el olor del pescado frito sabía a gloria y, en las entrañas, se avivaban tos instintos del mar y del hombre.

Después del almuerzo seguí quemando hojas. Mi mujer me acercó, para que lo quemara, el diario en que había estado envuelto el pescado, al deshojarlo vi en una de las páginas una foto que me llamó la atención, al observarla mi corazón dio un vuelco y tuve que afirmarme en el rastrillo: era la foto de Sebastián Carazo y, arriba de la foto una antipática, estúpida palabra: Necrología. Medio se me nubló la mente y tardé en darme cuenta. ¡Sebastián había muerto! No lo podía creer. ¿Acaso muere el aire? ¿Acaso se detiene el canto y el vuelo?¡Este Dios —me dije— se gasta cada chiste! Desde la foto, Sebastián Carazo me seguía mirando con sus ojos entrecerrados y sobradores de Robert Mitchun. Era igual al yanqui, daba la impresión que venía de vuelta de todos los caminos y que se dirigía, pausadamente, a ninguna parte. Como el gorrión, igualito, tanto saltito, tanto movimiento, tanto pío pío y siempre están en el mismo sitio: en la vereda, en el árbol, en el alero y, sobre todo, en tu corazón y tu querencia ¡Para mí que Carazo y Roberto Mitchun y el gorrión son una sola cosa. ¡Dios se vale de cada treta que andá a saber! ¿Lo dejamos ahí?La hoja de la foto no la quemé, la doblé cuidadosamente y la metí al bolsillo; luego me fui a dormir la siesta, el sueño fue intranquilo, desde las ramas de una morera unos gorriones sacudían el aire en la fiebre de la vida y el apareo ¡La función debe seguir— me dije— y me tragó el sueño!

El otro día en el Douglas, se comentó la noticia. Yo saqué la foto del diario y, un poco pavoneándome por la primicia, la mostré. ¡Mirá vos, dijeron varios, si el otro día lo vi, agregó alguien... y seguimos con esas sutilezas. El vino se puso un poco acre, como distante y obligado. A uno de los muchachos se le ocurrió pedir otro vaso, lo puso en un rincón de la mesa, lo llenó de vino y dijo: “Este es el de Carazo” Todos nos miramos. Otro acercó una silla frente al vaso sin dueño y dijo: “Es como si estuviera, viste ? Y era nomás como si estuviera, y tanto estuvo que al rato ya estaba en la charla y los chistes y, hasta nos pareció, en un momento, que Carazo se inclinaba sobre la mesa, se acomodaba el pañuelo al cuello, echaba para atrás su sombrero y con su voz ronca, aflautada y finita, llena de sentimiento y nostalgias, perforaba el aire y el vino con las notas de un fandanguillo, como él lo hacía, cuando en el apogeo de una tenida se le acababan las palabras, se le nublaba la vista y recurría, por el canto, al apoyo de sus ancestros. Alguién cortó la emoción con un: “Che, Douglas, servite otra vuelta de yogur” Y fue un alivio y una vuelta a la realidad. Ya había pasado el mediodía; se espesó el aire del Douglas; la conversa amortiguó el ruido del motor de la heladera y los corazones entraron de lleno en la recordación, que es la forma de querer al amigo cuando éste no está para quererlo.

Te acordás cuando vendía praliné ? ¡El mejor praliné del mundo —agregó otro— como que lo hacía él mismo! ¿ Y cuando era concesionario de la cantina de Refugio? Se mandaba unos radicales que para qué te voy a contar y luego, a la media noche “una sopita que quitaba er sentío”. Y siguió la recordación, hasta que la tarde fue a esconderse detrás de los cerros. Era la hora en que los pájaros regresan al nido y los fantasmas sacuden sus sábanas para “reventar la noche”. Unos gorriones se acomodaron en las ramas de la tipa que está en la vereda del bar e inquietos defendían su lugar y sus costumbres. ¡Como Carazo — pensé yo— toda una vida defendiendo su lugar y sus costumbres. Gorrión de la calle, defendía su sitio y el sitio de su gorriona y sus gorrioncitos. De pronto me pareció ver que uno de los gorriones de la rama tenía cierto parecido con Robert Mitchun ¡Mírá aquél —grité— se parece a Carazo! Todos miraron pero no vieron nada ¡Claro, si nunca van al cien! Nos levantamos y nos fuimos, cada uno a su casa, los gorriones y Carazo, quedaban en la sombra, en la rama de una tipa. Antes de irme alcancé a decirle a Douglas: ¡Eh, baja le los grados al yogurt!

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Gorrión